Galilea



Lo primero que supe de Galilea fue que se llamaba Galilea. Habíamos estado buscando en páginas de adopción, María era la principal investigadora. Recorría a diario las redes de las fundaciones y me mostraba posibilidades. Cuando me dijo “Hay una que se llama Galilea” dije “Esa es”. El motivo es que se llamaba Galilea. Es superficial y snob, pero entre tantos Luna, Negro, Muñeco, Tequila o Pandequeso, el nombre de Galilea destacó.
En el acto primero Julieta le pregunta a Romeo si acaso es tan importante un nombre, si una rosa pierde su color o su perfume al dejar de llamarse rosa. Julieta lo hace para permanecer anónima, desea no revelar quién es, así que incluso en su réplica hay una respuesta afirmativa: si decir mi nombre no es relevante lo diría sin problema, pero sé que algo se transforma al nombrarme. En el caso de Galilea, María escribió a Orca antes de que yo viera a Galilea: comenzamos el proceso de adopción por su nombre. Luego la vi, en las fotos de la fundación, una bicha negra y pequeña, flaca como suspiro de novicia, con dos ojos como dos órbitas que acunaban en su centro transparente de negrura toda la orfandad del mundo.
El proceso de adopción incluyó llenar formatos, llamadas y entrevistas, preguntas personales sobre los niveles de ingresos del hogar, sobre situaciones hipotéticas en las que hay enfermedades muy costosas, con tablas de horarios para hacer visible la disponibilidad o no disponibilidad de tiempo para dedicar al cuidado de la perra. Fueron dos semanas de preparación, de conversaciones, y agradezco inmensamente que Orca, en sus procesos de adopción, sea así de rigurosa. Respondí entrevistas telefónicas con dos personas diferentes, y sólo entonces, cuando todos los filtros fueron superados, se nos citó para que fuéramos a la fundación por Galilea. Primero para ser su hogar de paso durante quince días, y luego de esos quince días firmar finalmente los papeles de adopción.
Lo segundo que supe de Galilea es que temblaba. Fuimos a la veterinaria un viernes, para firmar los papeles de hogar de paso y empezar la última etapa de la adopción. Habíamos visto hasta el cansancio las fotos disponibles en la página y cuando esperábamos en el consultorio a que el veterinario la trajese dibujábamos en nuestras mentes su figura. Una perrita hecha de palitos, negra, con una mancha blanca en el cuello, orejas colgantes, y unos ojos como dos lunas que eran casi todo su rostro. Cuando entró al consultorio, sin embargo, no dejó de sorprendernos. María se arrodilló de inmediato para acogerla. Galilea era, efectivamente, una perrita hecha de palitos, negra, con una mancha blanca, y con dos ojos que nos miraban más allá del terror. Yo salí con el veterinario para terminar de firmar cosas y cuando volví me detuve en la imagen de María abrazada, en el piso, a la perrita temblorosa.
María nunca había tenido una mascota que pudiera acariciar. Las especies de compañía con las que había convivido eran de la categoría que vive en un acuario. Eso no es obstáculo para el amor (yo amé de niño los peces que danzaban en la pecera de la casa) pero hace del contacto una entelequia. Ahora estaba ahí, en contacto, con una perrita que llegaba para ser con nosotras, para vivir en nuestra casa, para entrelazar su vida con las nuestras. Las vi a ambas (de eso hace seis años) y sentí que me desbordaba la alegría. Hay momentos así, que justifican esos otros en los que me desborda la desesperación: cuando toda la luz del mundo confluye en una sola imagen y comprendo que cada segundo de mi existencia tuvo sentido para llegar allí, que el tiempo es una gran ilusión y que sólo la dicha es posible porque la vida es dicha.
María tenía los ojos destellantes de lágrimas. “Es muy chiquita”, dijo. Y luego caminamos a casa. Eran veinte cuadras. Galilea no dejó de temblar. Una vez en el apartamento corrió a esconderse de mí. Esa fue nuestra relación durante la primera semana. Galilea se acercaba a María, pero no dejaba de estar nerviosa, y cuando yo aparecía en escena corría a ocultarse. Cuando la sacábamos a caminar se agazapaba, queriendo desaparecer en el piso, y era tal su forma de temer, tan clara su angustia, que consiguió contagiársenos, como el presagio de una tragedia, como una profecía terrible que no queríamos escuchar.
No era lo que esperábamos. Cuando uno piensa en perros se le llena la cabeza con ladridos, con el caos de una alegría energizante, con daños en los muebles y una cola que se agita frenética para celebrar tu regreso. Galilea no tenía nada de eso. Temblaba, huía, se orinaba del susto cuando yo me le acercaba. Escasamente compartía con María. Escasamente comía. Una semana en esas hasta que reconocimos que no teníamos ni idea de qué hacer, de cómo comprenderla, y llamamos a una etóloga para que nos ayudara a traducir, para que nos hiciera de intérprete entre lo que esa Galilea necesitaba y lo que podíamos hacer para proporcionárselo.
Galilea tardó un mes en permitirme acariciarla. Casi dos en salir conmigo a caminar por el barrio. Con María celebrábamos cada pequeño avance. Que ya no temblara escondida, que saliera a recibirnos, que se dejara acariciar. La primera vez que durmió en el sofá, junto a mí, estuve a punto de implosionar de alegría. Yo había crecido en un hogar donde nunca faltaron otros mamíferos, desde hámsteres hasta la pandilla completa de Don Gato, y cuando me fui a vivir solo me despedí, además de papá, mamá y mi hermano, de Lucky, el fox terrier cuyo nombre no era un despliegue particular de creatividad. Pero esos meses con Galilea, la preocupación por su pánico, la alegría de su progreso, y finalmente la complicidad de hacer manada junto a ella, fueron otra cosa. La forma de amor que subyace a todo parentesco extraño, la permeabilidad que permitimos para poder conectar nuestra vida a otras vidas.
Lo tercero que supe de Galilea es que no era una perra según el arquetipo, y que tenía problemas para comer. Esto lo aprendimos en un lento proceso que incluyó tener siempre a la mano Antax, para ayudarle cuando la panza le sonara de gastritis. Cada tanto, una vez al mes, por lo menos, Galilea amanecería sin poder comer. La barriga sonándole, el apetito desaparecido, y la necesidad de darle una jeringada de Antax para que pasara el sonido y el dolor y pudiera regresar a masticar el cuido luego de transportarlo en la boca a los rincones más remotos de la casa (no come en su plato, traslada el alimento y come lejos).
Aprendimos la extrañeza de esa rutina con relativa facilidad, y procuramos adaptarnos nosotras para responder a las particulares gastrointestinales de la fiera. Lo logramos, con moderado éxito, hasta que esta semana, luego de dos episodios de gastritis consecutivos, descubrimos en la caminata que había sangre en las heces. Una úlcera es otra cosa, así que ahí estábamos, moviendo reuniones laborales y pidiendo virtualidad para poder ir a la veterinaria, y volviendo a diseñar desde cero las rutinas de alimentación para ver si conseguimos mantener a raya consecuencias más severas de la particularidad estomacal de la perrita. Una semana después creemos tenerlo más controlado ahora, pero si acaso no es así al menos tenemos clara nuestra voluntad de adaptarnos.
Pero, ¿a qué viene todo esto, además de contarles la historia de cómo nos volvimos una casa con un hombre, una mujer y una perra, y compartirles unas cuantas fotos? Viene, en realidad, a la cuarta cosa que supe de Galilea, verdadera justificación de esta escritura, e hilo que tensa todos los párrafos hasta este y el siguiente y el último.
Lo cuarto que supe de Galilea es que la amaba, con una fuerza honda y extraña, y que su vida perruna quedaba, a fuerza de azar y de voluntad, ligada íntimamente a mi vida humana. Ya mencioné que crecí compartiendo la vida con otros animales. Pero esto es otra cosa. Esto es la emocionalidad ecosistémica de saber que en la triple interacción del hogar (Lucas – María – Galilea) todas sus partes están respondiendo a un mismo clima: Galilea es un barómetro de nuestras ansiedades y alegrías, y al mismo tiempo sabe sumar las suyas para cuidarnos y para pedir nuestros cuidados. Con Galilea vine a aprender en la práctica algo que en la teoría decía comprender: que nuestra vida pertenece también a las otras formas de vida con las que compartimos hogar.
De eso se trataron estas páginas. De una práctica que le da pie a una teoría. Cuidar la vida es necesario, Galilea es una vida que cuido cotidianamente. Espero, con lo que me enseña, poder extender ese efecto a otras vidas. Y que la paciencia, el ingenio, la atención, y la ternura aprendidos sirvan para multiplicar lo que sumo al mundo, y me ayuden a pedir lo que del mundo necesito.
(08-06-2025)




Respondiendo a Rilke
A lo mejor exagero si escribo que escribo para no morirme. No hay un infarto esperándome en el punto final de los finales. Pero mentir también sería afirmar que puedo vivir sin la escritura; que no es un aire o un manjar que mi boca reclama con gula y sed cuando no ha podido probarlo en algún tiempo. Son cosas parecidas aunque no son lo mismo: no muero si no escribo; pero sólo cuando logro escribir lo que escribo siento que la vida me sabe a lo que debe. (23-10-2024)
Invocación a la musa
Soliloquio del solsticio, servidumbre, selvática, ciceante salamandra, serpiente, serpentina, silencioso susurro, singularidad sin centro, sabia secular, sísmica sombra, secreto segregado en tantas súplicas, serventesio, signo, significante sin significado, símbolo cero, sublime sueño de la siesta simple. Silencio. Shhh… Sí. Ven. (23-10-2024)
Frente al oficio de escribir en una mañana fría
Envuelve en el celofán de la mañana el presente del día y ábrelo despacio a lo largo de la jornada como degusta el pájaro la pulpa dentro de la cáscara hostil. La palabra clave es gratitud. Convéncete de lo imposible de tu existencia, de la improbable combinación que gestó a un hombre frete a la libreta y frente al frío. Y agradece. Por todo lo posible, por todo lo imposible, por ti. (24-10-2024)
Entre la sed y la canción
Recorriste al meditar el panteón de tu cráneo donde el cerebro reposa como el cuerpo de Dios. Derramaste tu atención como cera basta y tibia trazando la firmeza de tus vértebras en fila. Y ahí estuvo tu cuello: puente de palabras entre lo eterno y el polvo, entre la sed y la canción. Y ahí también tus pulmones: reloj que en su tiempo desgrana los soplos gemelos de la Vida, de la Muerte. Extraño milagro: hacer inventario de lo que existe en ti antes de que desaparezca. (24-10-2024)
Entre las cinco y las siete
La rutina alarga las dos horas que paso despierto en soledad: de cinco a siete no hay nada más que yo sobre la Tierra. Yo y mis meditaciones, yo y mi cuerpo, yo y mis cuentos, yo y mis poemas. En este egoísmo fundamental cosecho lo que luego puedo ofrecerle al mundo. Hablo del bien que en soledad se encuentra para entregar a otros. Hablo, por supuesto, del deseo; hablo, por supuesto, del amor. (24-10-2024)
Nada se eclipsa en este mundo
Nada se eclipsa en este mundo sin que brote una estrella en el universo. El polvo del alma de mi abuela hace girar planetas a millones de años luz, teje constelaciones que interpretarán a su modo civilizaciones que no imagino, que sueñan sueños que no conozco, que viven vidas como la mía: inscritas en un comienzo y en un final. Tú que me lees desde algún remoto paraje: estoy ahí, contigo, aunque no sepa nada y de ti todo ignore. Excepto esto: idéntico aliento nos hermana en el silencio dormido del poema. (24-10-2024)
Poesía portátil
El poema es portable. Lo puedes meter al bolso junto a la cartuchera de marcadores y la libreta del trabajo y el tarro de plástico lleno de almendras y arándanos. Luego lo sacas por ahí en un café o en las escalas que conectan el piso 13 y el 14, incluso en un semáforo largo sin tener que bajarte de la bicicleta. Ahí está, siempre disponible, al alcance de la mano como un cofre milagroso capaz de materializarse a tu voluntad un cofre de vidrio sobre el que se lee “Rómpase en cualquier caso”. (24-10-2024)
La tristeza
Por qué llega la tristeza cuando llega; qué la invita a pastar sobre la mesa; cómo muele con sus dientes nuestras ganas y nos deja casi pulpa, casi nada; para qué marca su fuego en la mirada que nostálgica atraviesa la ventana; cuál quebrada melodía nos susurra con zumbido de carne putrefacta; quién la nombra como debe y quién la aleja. Por qué temo a la tristeza todavía. (24-10-2024)
Pequeña tonadita a la Muerte
Cuando pase el frío vendrás con tu rostro limpio —vendrás— y dirás mi nombre tal vez como nunca antes jamás me escuché nombrar. Y seré en tu boca quizás aquella palabra fugaz que germina el mundo total como un aguacero brutal como un estallido. Y no habrá dolores ya más cesará mi herida vital latiré en tus manos capaz de soñar un sueño animal cuando pase el frío —vendrás—. (Y siempre conmigo estarás). (25-10-2024)
El equilibrista
Algunas noches sueño sueños más viejos que yo. Recuerdo melodías de canciones que nunca había escuchado. Al menos una vez por semana me congela un deja vu. Pienso entonces que el misterio de la reencarnación es algo que he vivido suficientes veces como para moverme adelante o atrás en la espiral con la gracia de un equilibrista que a cientos de metros del suelo se aferra a su balanza y avanza despacio aunque sabe que puede volar. (25-10-2024)
En la mañana el autor frente a su obra
Abres el cuaderno donde el cuento espera. Los personajes que hasta hace una semana no conocías de nada aguardan contenidos en el tiempo que suspendiste la mañana anterior. Con un trazo de la pluma su mundo vuelve a girar: se reanudan sus angustias y la belleza dormida en detalles que todavía no descubres llena lenta la página como el rocío o como el polen de mundos paralelos e imposibles como imposible y paralelo resulta este mundo en donde cada mañana alguien generosamente escribe que te sientas a escribir. (25-10-2024)
Última invocación a la musa
Temblor último de la última llama que la última noche atraviesa callada, nota que el silencio vibra hasta fundirse como los polos con las olas que amorosas los mecen, sueño que llena con sus gráciles quimeras el mundo de quien parte mientras duerme: musa que viene y nos habita y con nuestro aliento hace un hogar: puedes marcharte ahora hasta la próxima vez. Gracias, gracias, gracias. Gracias, gracias, gracias. Gracias, gracias, gracias. (29-10-2024)
En esa duda abierta
Hay días donde algo no encaja bien del todo, como si la luz fuera incorrecta o acaso el espacio del aire donde debería estar tu aliento se ve lleno de bruma. Es raro vivir entonces en esa duda abierta como la planta que terca germina entre las losas de concreto o el nido del pájaro tejido en los cables de la luz. Nutre esta extrañeza: algo en ti alimenta. Atesórala como los demás tesoros extraños que el mundo te regala. Por los que pagas un tributo indescriptible de jornadas como esta. (29-10-2024)
Gingivitis
En mi boca crecía otra hilera de dientes: cuatro muelas al lado de las que llenan el costado izquierdo. Desperté con dolor e hinchazón en las encías. Sé que debo pedir una cita con la odontóloga y mermar el consumo de café y aprender la responsabilidad de la seda. Todo eso parece sencillo pero me cuesta más que casi cualquier cosa. Todavía no comprendo por qué y mientras tanto escupo sangre en el lavamanos. (30-10-2024)
El miércoles
Una mosca de latón, la caja casi vacía de bombones de avellana con un bombón, la prensa francesa desarmada con el café esperando que hierva el agua, un naipe que uso como marca páginas en la libreta de poemas abierta en esta página, la pluma de tinta lavanda derramando esta palabra, eso y mis manos sobre la mesa, eso y mis manos y el miércoles. (30-10-2024)
El tejer de los domingos
Son las tres y veintiocho de la tarde cuando empiezo este mensaje. El boletín, sin embargo, empecé a escribirlo a eso de las once. Son casi cuatro horas, no de trabajo constante, pero sí de estar en función de este espacio. No lo escribo como reclamo, sino como constatación del tiempo y el esfuerzo. Una señal para el yo del futuro: estás poniendo aquí ánima, no la olvides.
El ensayo de esta semana parte de una conversación con Mario, quien hace poco en su vida tiene a Podenco, un can de cinco meses que ha trastocado sus rutinas espartanas pero del cual, me dijo, ha aprendido una nueva forma de amor. No la simpatía por las especies de compañía, que ya conocía: el amor por ellas. Escucharlo hablar así me dio pie a pensar mi relación con Galilea, sumando que esta semana, gracias a la enfermedad, la tuve más presente que nunca. Ya anda mucho mejor, gracias por pensar en preguntar.
Los poemas siguen pasando aquí directamente desde la libreta donde los escribo. Los de hoy corresponden a los últimos días de octubre del año pasado y me sorprende encontrar algunos que me gustan. No me sorprende, eso sí, lo mucho que me conmovió encontrar el último de la serie de invocación a la musa, que fue con el que despedí la clase de literatura clásica que acompañé el año pasado. A les estudiantes que lean esto: vuelvo a insistirlo, fue un inmenso privilegio poder estar con ustedes mientras leían Ilíada. Gracias por el regalo de su curiosidad, de su chispa, de su genio, de su cariño.
Sobre el boletín de la semana pasada me alegran mucho los mensajes que recibí que mencionaban a la danzante de la ochenta. Saber que en otras memorias sigue caminando con ritmo me entusiasma. Saber que no soy el único que se preguntó por ella. ¿Por qué ninguno nos atrevimos a abordarla y conversar? Claro, la danza es un escudo, y un espacio privado, pero, ¿habrá alguien que haya danzado con ella?, ¿alguien le habrá preguntado por qué bailaba? La próxima semana les haré una invitación, o la que va después de esa, o alguna semana al fin y al cabo.
Por ahora, y como cada vez, gracias por leer, por estar.
¡Alegría!
¡Larga vida a Galilea y a esa bella familia!
No he terminado de leer... Me pasé por Galilea, por ese amor que solo quienes vivimos con animales comprendemos y que los que no viven con ellos, casi siempre juzgan; sentí a la abuela tejiendo constelaciones; leí, sentí, volví a leer y me alojé en tu "tonadita" a la muerte y entonces siento la urgencia de agradecerte por escribirla, por compartirla. Será esa tonadita, con tu permiso, mi santísima trinidad (así sin mayúsculas, para no faltar a quienes sean más creyentes que yo) a partir de ahora, para convivir con la amiga muerta que siempre esta a nuestro lado aunque la ignoramos. La llorona, cantada por Chavela (hay otras hermosas versiones, pero la de Chavela es esa que me desgarra, me prepara de mejor manera para ese abrazo cuando llegue, porque sé que será un abraz, El pato la muerte y el tulipán de Elbruch (no estoy segura de escribirlo bien) leído en voz alta mientras miro esa ilustración de la muerte con delantal a cuadros que tanto me enternece y... Tu tonadita. He ahí la trilogía perfecta para decirle a ella, la parca, la muerte, que bienvenido será su abrazo en el día y la hora que así está previsto.
Seguiré leyendo, leyendote y seguramente releeré.
¡Gracias por tu generosidad a través de las letras que unes al escribir, al hablar, al vivir!