Bailar en la vía pública
I.
Tenía el pelo, rizado y abundante, largo hasta la mitad de la espalda, y lo llevaba siempre en una cola, sola, que brotaba del hueco de la gorra. La gorra era roja. Posiblemente hubo otras, pero yo recuerdo la roja, porque contrastaba con un chaleco azul (también posiblemente hubo otros) y con las cerdas de la escoba, que eran cafés, de escoba cualquiera, de escoba de bruja. La vi todos los días durante años, cada madrugada, a las seis de la mañana, mientras mi papá nos llevaba a Mateo y a mí al colegio. Recorría barriendo el separador vial de la avenida ochenta. Tenía un radio y audífonos. Barría. Barría y bailaba. Nunca supe su nombre.
Quienes vivieron en Medellín entre 1995 y 2006, y pasaron por la ochenta en las horas de la mañana, deben recordarla. Alguna vez le pregunté a mi mamá por ella, cuando el sentido de comparación me permitió entender que se diferenciaba de las trabajadoras de Emvarias. Ella no llevaba carrito ni uniforme naranja. Pero, sobre todo, ella iba siempre cantando y bailando, bailando y cantando. Mamá intentó explicarlo de la única manera que podía, y papá, que escuchaba, se sumó a su explicación. A veces hay personas distintas, ella tenía algo, ni idea qué, pero por lo menos era feliz. Era feliz porque barría, era feliz porque bailaba. La locura, supe, era una forma de felicidad.
Desde hace años dejó de estar ahí. La última vez que la vi fue quizás en el 2011, pero puedo haberla soñado. Alucinado su presencia en alguna de mis caminatas nocturnas. Las alucinaciones y yo teníamos una relación difícil en esos años. La vi bailando, con su radio cascado y sus audífonos. Había envejecido mucho. También yo. Sonreía, con una felicidad indestructible, pese a que era de noche, y a que los carros zumbaban, y a que no importa cuanto se barra el separador vial de la ochenta, siempre hay nuevas basuras, polvo, desperdicio. Guardé su postal en mi memoria. Y no había vuelto a pensar en ella. Hasta hace un mes, más o menos.
Parte de mi rutina es salir a caminar con Galilea, al menos dos veces al día. Cuando podemos hacerlo damos un recorrido de media hora en la mañana y otro de media hora al almuerzo. En ambas ocasiones es el mismo: salgo de casa, voy hasta la canalización, subo hasta la Villa y le doy una vuelta, y regresamos. Camino al ritmo de Galilea: ella anda despacio, oliéndolo todo, permitiéndose ese retrato del mundo que a mí me está vedado. Yo aprovecho para mirar las cosas, para detener el ojo en el brillo que la lluvia deja sobre las hojas, en el sol que le da puntadas al paisaje. Y escucho música. Llevo unos audífonos grandes, que cubren completas las orejas, y que dejan afuera el rumor frenético de los carros: motores, pitos, pedales acelerando: la sinfonía de la velocidad que sale de ningún lugar y va para ninguna parte.
De vez en cuando mis niveles de serotonina amanecen más altos de lo habitual. Me siento eufórico. Fue una de esas ocasiones, durante el paseo con Galilea, mientras oía música, que bailé por primera vez. Eran las siete de la mañana. La calle estaba más o menos despejada. Sólo un par de vecinas a las que siempre saludo. Sólo un par de carros cada tanto. No pensé en nada de eso. La canción era buena (digamos Precious de Depeche Mode) y yo empecé a bailar. Dejé que el cuerpo se moviera, que los brazos se agitaran alejándose y acercándose al tronco, que las rodillas se doblaran y la espina dorsal cediera la rigidez a rítmicas contorsiones. Mientras bailaba caminaba, seguía la guía de Galilea. Cuando me di cuenta ya estábamos volviendo a casa, y alguien, desde la acera contraria, sonreía al verme. Entonces pensé en ella.
Pensé en lo importante que fue verla bailar cada mañana de mi infancia, en lo importante que fue saber de su locura o de su rareza o de la extrañeza que causaba en el mundo, en lo importante que fue suponer su felicidad. Pensé que quién sabe que habría sido de mí si no hubiese sabido desde siempre que está bien bailar en la vía pública, que no hay que reprimir esa íntima alegría del movimiento, que lo humano es una fiesta de lo singular. Porque, y esto lo sé ahora que cada mañana cuando la canción lo amerita (y estoy eligiendo discos que lo ameriten) me muevo bailando, con mi ritmo nulo y mi habilidad escasa, ahora que también a mí me han señalado los niños que van al prescolar preguntándole a sus cuidadoras por qué baila ese señor, ahora sé que, en ese entonces, cuando niño, lo que de verdad quería preguntar, lo que de verdad quería saber era si también yo podía hacerlo.
Si podíamos parar el carro un rato para bailar con ella.
Nunca supe tu nombre. Quien quiera que seas, estés donde estés: cada mañana bailo porque me enseñaste a hacerlo. Gracias.
II.
De un tiempo a esta parte ando pensando mucho en la necesidad humana de crear. No de producir, que es distinto, porque el énfasis de la producción está en los resultados, sino de crear, porque la creación se centra en los procesos. Los medios, no los fines, son lo que me interesa. La necesidad cotidiana de sentir que estamos creando algo, que hemos creado algo. La necesidad cotidiana de identificarnos con un propósito que lleve en su centro la transformación de la realidad.
También pienso que puesto así suena demasiado grande, y recuerdo ese verso de Borges donde alguien comprende al tomar de la playa un grano de arena que acaba de modificar el mar entero. Lo pequeño, los gestos de creación mínimos, las diminutas formas que tenemos de cambiar el mundo que habitamos. Pienso en eso mientras bailo, mientras venzo el pudor de saberme un terrible bailarín, o la timidez de las miradas que se cruzan con la mía (indiferentes, algunas; alarmadas, algunas; sonrientes, algunas). Pienso en eso y bailo, aunque lo haga mal, aunque me sonroje.
Porque a lo mejor alguien necesita saber que puede hacerlo, que algo de felicidad es posible, que algo de locura es posible (una locura mejor que la del cortisol disparado por el afán de llegar temprano a cualquier parte, por el afán de haber salido tarde de cualquier parte), y que eso también es crear. Un pequeño espectáculo torpe para peatones adormilados. Una celebración íntima de que hay otro día más en el que el sol salió por el oriente.
Un día más en que estoy aquí para verlo salir.
III.
De pie en la canalización, a medio día, mientras bailo con Galilea, un señor me llama desde Buñuelos Majo. “Va a enloquecer a la perra”, me grita. Le respondo de vuelta que no, que tranquilo, que es ella la que me está enseñando a bailar a mí.
IV.
Un, dos, tres…
(01-06-2025)
Vendedora veneciana de cebollas de John Singer Sargent
Hay algo solemne en la mujer cuyo retrato observamos, algo solemne e incómodo. Como un dios nuevo que todavía no se acostumbra a ser adorado. Las cebollas amarradas por los tallos no parecen pesar sobre su hombro izquierdo, la frescura de su verdor es su misma juventud. Luego está el anillo, la breve joya que lleva en el anular de la mano derecha. Un brillo, un destello de opulencia, en la ciudad de los carnavales, los cristales y las joyas. E idéntica luz en sus ojos que se niegan a posar para el artista. (03-10-2024)
El tío Paquete de Francisco de Goya
Quizás recuerda algo que esa mañana o hace años iluminó con gracia la jornada; o acaba de ver ahí mismito ante sus ojos una de esas postales que recuerdan lo absurdo y lo bello y lo absurdo que es esto es existir; o le hace gracia su sobrino envuelto en lienzos y óleos y su insistencia en hacerle un retrato como a los reyes esos de antaño; o simplemente siente que le fluye la sangre y le gruñe la tripa y hay pan y hay vino y eso es todo lo necesario, un lujo casi, un despilfarro de dicha. ¿De qué se ríe el tío Paquete? De lo mismo que yo cuando me acuerdo de reír. (03-10-2024)
Muchacha sentada de Egon Schielle
Puedo imaginar y me da gusto imaginarlo el asombro de David Bowie la primera vez que estuvo frente a un cuadro de Egon Schielle. Las líneas agudas, el agilado trazo del cuerpo y de los rostros: como si toda la obra del pintor fuera algún tipo de retrato del músico. Luego de esa revelación quedaba inscrito un compromiso: profundizar la semejanza, hacerse también él obra de quebrados bordes. Entonces el rojo y el azul, la electricidad del maquillaje, la ambigüedad del sexo. Y en la voz la potencia el despertar del deseo como una manera de nombrar. (03-10-2024)
Gaston Bonnefoy de Henry Toulousse-Lautrec
Del otro lado de la puerta un carnaval se adivina. Es un resquicio de color apenas el prisma disuelto de un delgado rayo de luz. Al frente todo es beige y gris y de una seriedad diplomática y cortés, digna representante de las familias que no beben ni aman en exceso, de los individuos de perfectos modales y perfectos cuerpos. Pero atrás y oculto está el carnaval que iguala en su desbordada inocencia a criminales e inocentes. Ese donde todo exceso es bienvenido con júbilo y donde la extrañeza es sólo otra forma de lo bello que debemos aprender a amar. (03-10-2024)
Cósmica doméstica
El centrifugado de la lavadora crea una galaxia. Cósmica doméstica, existir no es otra cosa que andar inventando nuevos universos. Un sólo gesto de la vida crea la vida entera. Por eso hay tanto de todas las cosas, por eso para que la siguiente palabra aparezca sólo hay que tener una palabra a la mano. Limpiecita y húmeda como si acabara de terminar su ciclo de lavado. (05-10-2024)
Polillas
Pronto empezarán las polillas del olvido a agujerear el manto tejido por la experiencia. Sus dientes voraces reducirán detalles a minucias y no sabremos si fue aquí o allí o antes o después o si era verde o rosa el color de ese vestido que cubrió el frío de los días. Es inevitable que suceda y no debe preocuparnos demasiado, después de todo cuando vuelen a través de la ventana buscando la luz de la luna para aparearse algo de lo que fuimos irá digerido en sus vientres dará fuerza a sus alas. Y eso es la eternidad. (05-10-2024)
Nostos
Con cuanta facilidad retorna el cuerpo a lo familiar. Los rituales a fin de cuentas son formas físicas de expresar lo que es hogar para el alma. La aprendida coreografía del café, el paso a paso para lavar la ropa, el mecánico descenso de las escaleras, esa luz que impacta la mirada justo con ese ángulo y a esa hora. Las cosas, las minúsculas cosas de todos los días de siempre y en centro el acompasado palpitar de tu agazapado corazón que latido a latido reconecta con esas paredes que son sus paredes, con ese aire que es su aire, con esa casa que es su jardín, y su templo y su oráculo. (05-10-2024)
Invocación a la musa
Jardinera que conoce y cuida y poda las flores eléctricas del rosedal del cráneo; pastora de las ballenas que migran su canto en un océano de dendritas; abuela de todas las misteriosas sinapsis con las que alborotamos el asombro que desnuda el sentido oculto del mundo de las cosas: Sé fulgor en nuestra noche cuando vacía de ideas nuestra mente pueda ver tu canto al fin, y entréganos un resplandor como de faro victorioso para que podamos encallar en las costas donde el lenguaje regresa a su verdad primera: el hogar donde las diosas encontraron su génesis y encontrarán su fin (07-10-2024)
En la barbería
El barbero maneja la cuchilla con precisión samurái, Batusai el destajador abriéndose camino en las planicies de mi cráneo. Luna llena de verano la palidez de mi calva resplandece limpia luego de cada movimiento de la navaja diestra. Una cuerda solitaria pulsa como antes de los enfrentamientos soñados por Kurosawa y ni una gota de sangre entorpece el paisaje de mi garganta tensa. Al final, por supuesto, agradezco con una reverencia. Cualquiera que cuide así su oficio merece todo el respeto y ser llamado sensei. (07-10-2024)
Cuidar el fuego
Quien desconoce la fragilidad de la llama no debería hablar del fuego. No debería jactarse de saber qué madera necesita para arder más o mejor, ni cuáles son los procesos que fisicoquímicamente alientan el estallido del incendio. Ni hablar de los vientos y las lluvias y la propia voracidad que amenaza con consumirlo. Quien desconoce la fragilidad no sabe de la importancia de las brasas menudas, ni puede disfrutar de su luz o su calor, del milagro que equipara al sol con un carbón encendido. Por eso el fuego en su lengua suena muerto y lejano, y no consiguen sus palabras ser hoguera, ser hogar. (09-10-2024)
Invocación a la musa
Como una caricia que en el cristal dibuja con el vaho del aliento los elementos del sueño y desde el tacto frío del vidrio sin escamas hace temblar el canto de la música aguda afilada y transparente que antes era única potestad de las Sirenas, así detén tu índice en el prisma de la vida en la que somos partícipes y tócanos para cantar tu música secreta, esa que como hijas tuyas también nos pertenece. (10-10-2024)
Cíclope
Como si hubieses nacido para errar siempre en idéntica derrota, como si para ti estuviese escrito un círculo invencible, como si el rencor de un dios monótono condenara tus acciones: así la frustración revela el mismo error repetido en las líneas de tu mano, y te miras con odio en los espejos sin saber que es allí justo en tu imagen donde está la llave y la puerta para pasar al otro lado, y que visto desde allí el laberinto no es tan infinito. (10-10-2024)
La danza de las mariposas
Si el miedo no me paraliza bailo la danza de las mariposas, en polilla me transformo y fundo lunas en cualquier bombillo para que toda lámpara sea la que el deseo concede. Sólo las ganas de arder nos libran de ser rocas y barro, solo la gana de brillar compartiendo una luz que nos frita de las alas a las antenas del corazón al aliento. Qué le hace, así son las cosas que nos aterran porque tienen el tamaño de nuestras mareas; porque el agua que somos se solivianta en su influjo y de tanto crecernos océanos nos agobia la inmensidad y olvidamos que una gota basta para aliviar la sed. (22-10-2024)
El mordisco
Que el elogio de los días no derrame sobre ti su apelmazada vanidad; que sepas verte mínima partícula flotante en la espiral del tiempo. Para que así al tanto de lo frágil y lo leve puedas llevar tu vida con la certeza de los frutos que comprende que el sentido de su madurez es el mordisco que a otras hambres sacia y alimenta y a ellos sólo entrega el tal vez de su semilla regada en otra eternidad. Sea contigo el pasajero soplo de lo absoluto que conecta todo lo que vive y todo lo que muere. (23-10-2024)
Sin embargo
Estruendo de ambulancias, y de buses, de camiones que no logran la curva, motos con mofles hechizos traqueteando su vacío, música duro (durísimo) en un local que oferta 20% de descuento en ropa deportiva, y el bullicio del gimnasio cuando la clase de cycling jura que sube Palmas sin moverse de su sitio; y gritos, y taladros, y brutos pegados del pito para aliviarse del estrés de no haber pagado la cuota del carro… Y los pájaros cantan. (23-10-2024)
Una semana difícil
De vez en cuando mi serotonina no está donde debería estar. La dejo puesta en una gaveta y salta a la siguiente. Me cuesta recordar donde dejé alguna reserva, si es que hay reserva. Pero bueno. Llegamos al domingo, y compartimos, y eso es algo.
En los poemas llega de nuevo la cotidianidad de Medellín después de la luna de miel, las invocaciones a la musa con las que abría mis clases de literatura clásica (qué gran clase). En el ensayo un esfuerzo, un intento, quizás irregular, de seguir compartiendo las cosas que hago para mantenerme girando con el mundo.
En este mensaje, como siempre, un agradecimiento. Gracias por estar, gracias por leer.
Nos vemos la próxima semana.
¡Alegría!
Me hace pensar en la vez que vi a un conductor de tren bailar algo semejante al jazz y sin pensarlo, me uní a sus pasos y él se sorprendió. Él se sorprendió de ver que alguien quisiera seguirle los pasos. Yo me sorprendí de sentir la gran diferencia que ese pequeño momento hizo en mi día, que recuerdo hasta ahora muy lúcida mente aunque fueron solo 20 segundos.
Es un ensayo hermos y los poemas ni se diga. Podemos hacer que este paso por la vida no sea tan doloroso y disfrutar de las pequeñas cosas que nos ofrecen las personas que nos rodean, los animales y las cosas. Gracias por eso. Abrazos.