Un punto de dolor
Creo que fue en julio o agosto del 2020 cuando tuve mi primer nacido. Hay palabras especializadas para nombrarlo: absceso, que suena elegante con esa triple seguidilla de consonantes; o forúnculo, que en algunas ocasiones además cumple el requisito poético de ubicar el mal en un territorio corporal específico. El del 2020 cumplía con las características para llamarlo forúnculo: me dio en la nalga izquierda, casi justo en el punto medio de la cruz que uno traza imaginariamente para elegir el cuadrante en el que aplica las inyecciones.
Sin embargo, siempre he preferido llamarlos “nacidos”, porque me remite al habla de la infancia, y porque por puro delirio lingüístico permite fantasear con que no son sólo una infección localizada que duele como un incendio en frío. Quizás sea, de verdad, algo que llega a la vida, algo que cobra presencia donde antes no la había, algo que se aparece, dura y se va, como supongo que todo lo nacido hará en su momento, como quizás es nuestro destino compartido con hongos, árboles, pájaros, ballenas y bacterias.
He tenido tiempo de pensar en esto porque luego del de 2020 los nacidos han reincidido en mí (o yo en ellos, no decido quién es el protagonista de esta relación). Con ese primero, que inició como una molestia al sentarme y evolucionó hasta alguna variante de las torturas dictatoriales, atravesé en tres días un arco de vergüenza, curiosidad, rabia y finalmente la exclusividad del dolor (el alivio, cuando llegó, ya no tenía que ver con él, ni conmigo tampoco, era un superior y exterior a ambos).
Vergüenza porque siempre asocié, creciendo, los nacidos a la falta de aseo, siguiendo una lógica según la cual lo semejante engendra lo semejante y un volcán de pus, que es la imagen de lo asqueroso, sólo podría surgir de un entorno asqueroso germinal. Curiosidad porque al verlo crecer, al sentir el calor de la infección, busqué todo lo que pude al respecto (conocer al enemigo es importante), me hice a mi propio vademécum, ensayé todas las soluciones. Rabia porque nada parecía funcionar, porque seguía creciendo, porque era duro como una púa, como una frustración, porque no podía creer que algo así durase más de tres días. Y, finalmente, la exclusividad del dolor porque dolía, dolía, dolía (y se pueden leer las tres palabras anteriores al ritmo del palpitar del corazón).
Cinco años después he tenido tiempo de comprobar que ese arco inicial se repite cada vez que me da un nacido (porque aprender no es fácil, y la experiencia no se coge nunca a la primera). Luego del original en la nalga tuve una segunda temporada, más o menos a dos centímetros del primero y a los pocos meses. El tercero fue en la nariz, un par de años después, y el cuarto repitió locación y fue con ese que aprendí a cuidarme: ya sé identificar cuándo van a aparecer y dispongo la rutina de forma que consiga evitarlo: modifico mi dieta para que la infección no alcance a alimentarse, cubro la piel con ozono y agua oxigenada al menos dos veces al día, procuro evitar el esfuerzo físico que pudiese ocasionar sudoración excesiva, no me pongo al sol. Entre el cuarto y el quinto, que me apareció en la ceja izquierda el martes de esta semana, pasaron dos años.
El vocabulario técnico se ha ampliado. Ahora sé que alguno de los que tuve en la nariz se llamaba celulitis bacteriana, y que el que está terminando de sanarse en mi ceja lo conocen como foliculitis. Yo insisto en nacidos porque se sienten idéntico, porque duelen de la misma forma. Y es de ese dolor que quiero hablar.
El lunes, cuando sentí el granito en la ceja, preferí creer que era sólo eso, un grano, nada más. Por eso no dejé de comer pan ni huevo, por eso estuve al sol como si tal cosa. El martes empecé a aplicarme ozono, pero tampoco me cuidé tan bien como debiera. El miércoles había ya una canica de materia en la ceja. El jueves me dolían las encías. Eso pasa con las infecciones en la cara: cuando tocan nervio tocan todos los nervios y el dolor es generalizado. No es como el chorro de dolor de una cortada, ni como el entumecimiento de un golpe, ni el ardor de desinfectar una herida abierta. Es un dolor que duele.
Y ese dolor que duele, que simplemente duele, me destroza la rutina y el ánimo con una facilidad de la que no me siento orgulloso. Busco ser una persona ecuánime, me esfuerzo en construir mis jornadas para tener siempre a la mano la alegría disponible. Procuro la serenidad, la generosidad, la paz. Intento, deliberada y conscientemente, entregar en mi relación con el mundo algo de concordia y algo de felicidad. Porque creo en eso, porque creo en inclinar la balanza del lado de la bondad. Para ello hago lo que hago: escribo, medito, leo, aprendo. Pero basta el dolor, un punto de dolor, para que todo ese andamiaje se tambalee.
El dolor demanda atención. Exige de mí todo lo que tengo, se convierte en el único pensamiento posible. Me invade, a mansalva, y descubro que las horas se me van sólo pensando en consecuencias terribles del dolor (mi cabeza ansiosa siempre piensa “y si esta vez la infección llega adentro y te da una meningitis”), y que mis relaciones interpersonales se ven manchadas con su pus (María intenta cuidarme y la alejo, enfurecido con que me esté doliendo, arisco ante su bondad), y que mi rutina desaparece porque la voluntad está centrada en una monomanía enloquecida, repitiendo como un papagayo un mantra inútil: “que se vaya, que se vaya, que se vaya”. Cuando el dolor de los nacidos aparece me convierto en un niño que se lanza de cabeza a una pataleta donde repite, y los gritos son internos, pero aturden, “no quiero, no quiero, no quiero”.
Conozco el verso donde Horacio previene a Leucónoe sobre lo inútil de gastar fuerzas pensando en lo que podría ser, en lugar de aceptar y asumir lo que es. Conozco las lecciones del estoicismo acerca del devenir de la vida, que incluye, por supuesto, el devenir del cuerpo. Sé que la respuesta es la paciencia, y que la tranquilidad contribuye a la recuperación en tanto físicamente reduce el cortisol innecesario y mentalmente ahorra energía. Pero, ¡qué distancia entre saber qué hacer y poder hacerlo! ¡Qué clara se me muestra durante el dolor de los nacidos la estepa que media entre la teoría y la práctica!
Mis días adoloridos se congelan, y me niego a ellos, y de esa negación lo único que recibo es la frustración de no entender la belleza posible en el hielo y en la pausa. Sé que necesito aprender a no dejar de ser yo cuando me enfermo, a comprenderme frágil, a aceptar los cuidados y la preocupación de las demás personas, a dejar en cola los pendientes y concentrarme en la recuperación. También sé que una voz dentro, cínica, se burla cuando pienso en esto: “¿Tanto drama por un nacido? Qué tal que fuera una enfermedad de verdad, una de las graves. Qué tal que fueran cólicos menstruales. Peladito mimado, saque la cabeza del culo y envirile”.
Intento no prestarle demasiada atención, pero habla duro, y volverá cuando el dolor vuelva. Espero, entonces, poder escucharla con compasión, mientras procuro atender también a esa otra, que apenas murmura, y que desde algún rincón en el centro me consuela: “sí, duele, y duele mucho, como sólo lo vivo sabe doler. ¡Sólo lo vivo!”.
(25-05-2025)

La cabeza flotante de Mateo
La mirada de los santos confía y se conduele, saben que Dios ama lo creado, pero que lo humano no aprende a amar a tiempo. La cabeza de Mateo flota frente a mí. en trazos generales tiene la sabiduría del tiempo, el amor desafiante que anima todo lo creado. Al pintarlo el artista supo al menos en líneas generales que es pura potencia de lo humano pintar lo que nos duele y así aprender a amar todo lo que flota frente a mí con la levedad del trazo decidido que hace de Mateo la cabeza de un santo. (01-10-2024)
La cabeza de la reina por Camilo Torregoni
Las manos de Camilo Torregoni hacen transparente la tela. Enhebra encajes de mármol y consigue que el rostro de la reina se adivine tras el trabajo de la piedra. Es Bernini quien enseña esa mutabilidad de la materia; las transfiguraciones posibles a través del oficio y la paciencia. Quizás eso sea lo más arduo: aprender a tomarse el tiempo, comprender que tomaron siglos para hacer palpable la realidad que nuestro oficio bebe como insumo de trabajo, y que nuestro arte no es otra cosa que el tiempo condensado que le permitirá a través de nuestras manos su siguiente forma, su próxima transformación. (01-10-2024)
Un retrato de la condesa de Vilches en El Prado
Desde el fondo de su eternidad azul vestida la condesa de Vilches sonríe burlona a quien la mira. Quizás su gesto sea el mohín caprichoso de la aristocracia, o acaso mejor responsa a la cruel dentellada egoísta que mantiene a escritoras y artistas siempre a un paso de la niñez (o a uno de la muerte). Que cada mirada elija el cuento que más le satisfaga. Por mi parte quiero creer que desde más allá del lienzo un espíritu juguetón nos mira y que con toda la compasión de su vulnerabilidad al fuego murmura “ah, así que aún no lo han descubierto; así que esas cosas les preocupan todavía”. (01-10-2024)
La indignación de un hombre justo pintada por Eduardo Rosales
Cuando tenemos suerte nuestra vida es una escena pintada por Eduardo Rosales. Con cuanta indignación levanta Bruto el puñal que hasta hace nada atravesó el corazón de Lucrecia. Esa fuerza expresiva, ese drama elegante y preciso, esa violencia justa, exacta, ¡cuán lejos de la vulgaridad de nuestros odios mezquinos, nuestras venganzas chambonas, nuestra ira vana y sucia! Pintar la vida como si fuera una obra que aspira a la eternidad. Claro, pero es que la vida no es una obra de teatro, pero eso es culpa de nosotros, no de la vida. Rosales lo entendió. (01-10-2024)
El viejo pintado por Fortuny
Fortuny pinta un viejo. Está de frente, mirando desde la tela en plano americano, su silueta iluminada contrasta con el fondo negro. Va desnudo, lo que resalta los músculos que se cincelan sobre el cuerpo flaco. Pero es el rostro donde ocurre todo: allí las pinceladas rápidas se hacen más evidentes y la imposible luz del sol es más luz y más imposible. Se recarga el anciano con toda la juventud que le imprime la técnica y quizás por eso su rostro —que no es ingenuo, que de hecho ya está de regreso de cualquier ingenuidad— parece sonreír. ¡Quién pudiera reír como ríe el viejo pintado por Fortuny! (01-10-2024)
Goya y los fusilamientos del tres de mayo
No puede inventarse lo espeso de la sangre, ni el terror que atraviesa los rostros en los fusilamientos del tres de mayo. Ambos tienen la consistencia exacta de los sueños de terror, de la gelatina insípida que acompaña los insomnios de los hospitales. Ese rosado agujero de bala que borra por completo el seso al cadáver tirado en primer plano; esa súplica desesperada del hombre que intenta ocultarse detrás del que ruega con los brazos abiertos. Esa pegajosa e impúdica sustancia no puede inventarse de la nada. Lo que sea que haya visto Goya para llegar a conocerla es un precio muy alto que pagar: la soledad, la locura, la muerte. Acaso la belleza lo merezca. Acaso tal vez no. (01-10-2024)
Goya y las pinturas negras
El perro nada entre fango y oro, quizás la borrasca lo venza, o no. ¿Qué tiene que ocurrir en el alma de un mortal para que elija decorar su laberinto con los gestos caníbales del minotauro? Saturno desgarrando un torso todavía palpitante (porque terco es el corazón); dos hombres que ante un atardecer se maceran los huesos a palazos; las parcas que rengas rigen una vida que poco les importa; la esclerótica vejez llena de hambre y soledad; Judith portando harta el peso del cráneo de Holofernes; el gran Diablo que convoca a su aquelarre enfermizo contorsionado de peste. Tanto horror de oro y sombra, y tanta soledad, y a lo mejor, sólo a lo mejor, algo de esperanza: el perro nada entre fango y oro. (01-10-2024)
La muerte de Séneca
En la bañera el cadáver de Séneca parece reposar tranquilo. Sus discípulos alrededor observan incrédulos y absurdamente horrorizados. Es como si mirar la muerte les removiera el espíritu. Para el estoicismo es esencial hacer las paces con la muerte, y si bien no se la persigue con irreflexiva impulsividad tampoco se le teme. El pintor parece intuirlo y se anticipa en el cuadro a lo que ocurrirá siglos después con las lecciones estoicas: que se hayan convertido en trucos prácticos de management y en discursos de bienestar empresarial, pero que nadie nombre al suicidio ni a la muerte porque puede escandalizar al departamento de R.R.H.H. (01-10-2024)
La promesa
Hay un perro eternamente dormido a los pies de Carlos de Viena. Además del perro hay libros y cuadernos, y el monarca se encuentra congelado en sus estudios. Grata compañía para pasar la eternidad pese al chiste de los Marx (“por fuera del perro…”). Quién no querría dedicar su no-tiempo a leer, a escribir, y a escuchar de tanto en tanto los ronquidos de esa amable distracción que desde su reposo nos aguarda con la promesa de un paseo al aire libre. (01-10-2024)
Magdalena Ruíz
Ignoro todo pero absolutamente todo de la vida y obra de una tal Magdalena Ruíz, excepto este detalle: que alguna vez posó junto a su señora para aparecer en un cuadro pensado para adorno de la casa familiar, y que en esa ocasión sostuvo por un momento el palpitar acelerado y la tibia suavidad de dos monos del Brasil, dos titís de pelaje más áspero que aterciopelado que como ella tampoco comprendían o cuestionaban las fuerzas que los llevaron a esa tarde en esos tiempos. (01-10-2024)
El enjambre y el Guernica
Un remolino de gente orbita el Guernica, conversan en voz alta, posan sonriendo para la foto grupal. Luego podrán decir que estuvieron ahí frente a la madre que carga llorando el cadáver de su hijo, frente a los cuerpos destrozados y perdidos, frente a los animales que gimen de espanto y de puro dolor. “Yo estuve allí, sí, un cuadro grandísimo, no es lo mismo verlo en internet, hay que vivirlo…”. Hijos de puta. (03-10-2024)
Gran Interior, Paddington de Lucian Freud
La violencia de Dios es la placidez de Dios. El otoño es una enredadera trepando por el tiempo y por la luz con apenas unas hojas marchitas. Sólo en el silencio tu corazón modula las sílabas de tu satisfacción y de tu cansancio. Un botón desprendido del abrigo colgado en el perchero da cuenta de esa máxima innegable: todo llama al centro su caída. Esta es la soledad de la infancia y su terror profundo. Tener la versatilidad del barro y no comprender su frágil tránsito, lo sencillo que resulta hacerlo pedazos al despertar. (03-10-2024)
Caballo salvaje de Karel Appel
Antiguos bestiarios hermanan a los caballos salvajes con fieras carnívoras que asolaban las ciudades (Lugones, si no estoy mal tiene un cuento al respecto). Fieras de escarlata y blanco como las llamas de las fundiciones, como el chispazo de la soldadura, como un sueño de que un golpe galopante nos despierta. Juntar las palabras caballo y vértigo, caballo y desconcierto, caballo y agujero negro, y preguntarse mirándolo a los ojos qué pesadilla mora en el mordisco. (03-10-2024)
Santa Catalina de Alejandría de Caravaggio
La pasión es un estilete ardiendo una rueca que desgarra los miembros una bocanada de oscuridad. Santa Catalina posa como si la muerte no tuviera nada que ver con ella. Y así es. Se entrega al suplicio por amor y su amado es un ser de milagros (todas las creaturas que amamos lo son de alguna manera, pero este lo es más allá de la virtud milagrosa del amor) por eso sabe que después del dolor habrá la muerte y después la dicha. Y confiada mira y espera y mira hacia adelante. (03-10-2024)
San Sebastián de Bernini
En el San Sebastián con sus flechas llenando la precisa herida, en el museo de Thyssen, vuelvo a ver el rostro —los ojos cerrados la boca ligeramente abierta— y el cuerpo tenso de Santa Teresa. El éxtasis se sobrescribe en el martirio. Bernini tal vez lo supo: morir y soñar a Dios pueden ser en esencia la misma cosa. (03-10-2024)
La bendita rutina
Como habrá quedado insinuado en el ensayo, esta fue una semana atravesada por la enfermedad. Eso significa que estar de nuevo hoy, domingo, escribiendo, se siente como una bendición inmensa. Los regresos a la rutina, para mí, son fundamentales, y saber que mañana, ya sin dolor, a lo mejor pueda despertarme temprano, escribir, meditar, escribir, y luego sumarme al día, es un regalo que intentaré no olvidar.
Ayer Ale nos regaló, a María y a mí, un álbum con fotos del día del matrimonio (sobre el amor habrá un ensayo, eventualmente, y tendrá una canción de Mi Amigo Invencible), verlas fue visitar de nuevo esa alegría. Queda espacio, y queremos complementarlo con las fotos que tomó María durante la luna de miel. Los poemas de hoy son del primero de octubre, escritos durante nuestra visita al Museo del Prado, y un par del tres de octubre, luego de la visita (terrible) al Museo Reina Sofía y de una, más amable, al Thyssen. Me alegra haber escrito tanto. Recordar al pasarlos aquí es una dicha.
La foto me la tomó María, el lunes, antes de que la infección me privase de mis meditaciones. Estoy procurando meditar después de almuerzo, en lugar de la siesta. Lo he encontrado igualmente reparador. Espero, de nuevo, poder retomar ahora que el dolor es apenas un eco del gran grito que fue.
¿Qué más decir aquí sino agradecer por la lectura, por la presencia virtual, por la compañía? Nada. Gracias por leer, por estar, por acompañarme.
¡Alegría!
Definitivamente hay dolores de dolores .. como decía Charly: Calambres en el alma...
Mi Lucas, conecto particularmente con este texto, si bien todo lo que leo de ti, encuentra un lugar en mí, esta vez se siente apersonado.
Desde mi adolescencia las amigdalitis han venido cada tanto para que las habite. El año pasado un absceso pariamigdalino me llevó a una hospitalización. También como tú, he aprendido conceptos médicos, este tiene que ver con una bola grande de materia y pus que se fue creando en mi garganta. No podía beber, comer ni hablar. Hasta llorar me dolía, pero lo hacía, lloraba como cuando se muere alguien. .en volvía creyente de todas las deidades y suplicaba piedad. Cómo tú, repetía a gritos en mi cabeza, que pare, que pare, que pare esta mierda.
A lo largo de mi vida, sospecho que he estado 6 o 7 veces en estos escenarios dramáticos a causa de una amigdalitis, me refiero a terminar en el hospital deseando morir, porque sí, cuando la súplica de piedad para que eso pasara se agotaba, empezaba la suplica por que entonces todo terminara. Pero también serán más de 15 las situaciones que no han llegado a lo fatal y que odio más, porque cuando no es grave me siento como tú lo explicas, una blanquita privilegiada que se queja y no sabe sostener un malestar.
Gracias por escribir esto, compa. Le abrazo mucho en sus dolores pasados, presentes y futuros.
Este año en marzo tuve mi más reciente amigdalitis. Fue distinta, jamás romantizaría la enfermedad, menos con los sistemas de salud desiguales e indignos que tenemos. Pero si quiero compartirle que desde que revelé un secreto familiar que había guardado desde mi niñez, la amigdalitis se habita distinta, más digna y consciente.
Espero que sí existe algún mensaje importante que los nacidos le tengan, pueda revelarse estando sostenido por sumercé y su tribu. Y le sea liberador. Y que si no hay nada más que el camino de la vida que nos recuerda que no somos maquinaria perfecta, porque ey, ninguna lo es, pues pueda con la mayor compasión atenderse.