016. Tres metros y medio de vacío
Contenido: 1 ensayo, 1 foto, 1 haikú, 1 poema, 1 ejercicio de escritura creativa, 1 mensaje
Tres metros y medio de vacío
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El jueves 30 de enero del año de nuestro señor 2024, aproximadamente a las doce del mediodía, en la ciudad de Medellín, donde las laderas vuelan cometas y los buses recorren raudos calles insólitas, mi papá cayó por el hueco de un ascensor. Estaba en el segundo piso de una construcción a cargo de mi mamá. Llegó allí con la intención de sorprenderla y almorzar juntos. Luego de preguntar por ella al plomero (de nombre Gustavo) y al pintor (de nombre Mario) subió a buscarla en la segunda planta. Allí, cuando la vio aparecer en la rampa que llevaba al primer piso, creyendo que ella aún no lo veía y queriendo mantenerse de incógnito, corrió para ocultarse dentro de una pequeña habitación a oscuras. Era el hueco del ascensor, sin ascensor.
Lo siguiente que papá recuerda es el golpe de una viga contra la cara, y luego la humedad de la sangre llenándole los labios, goteando espesa. Recuerda también el grito de mi mamá (“¡Nacho!”) que al verlo correr intuyó lo que iba a ocurrir y corrió a su vez al primer piso, para retirar las maderas que cubrían el cuarto de lo que será el ascensor. Allí lo descubrió, tendido sobre la arena (todavía, por fortuna, no se ha vaciado el concreto), tirado sobre el costado izquierdo. Consciente y asustado, con la respiración alterada y la expresión atónita del boxeador que sabe que lo noquearon, aunque no haya visto venir el golpe.
El resto es una serie de pequeños milagros. Las enfermeras y la médica del lugar (la obra es, por fortuna, en una institución dedicada al cuidado) estuvieron prontas a atender mientras llegaba la ambulancia, y las monjas de la administración cubrieron la atención hospitalaria con rezos, que fueron compañía para el ánimo de mi mamá (sus manos ensangrentadas no permitieron que movieran a mi papá hasta que llegara la ambulancia) y aliento para los pulmones de mi papá, que pasado el choque de adrenalina y con las primeras oleadas de dolor puro sintieron lo difícil que era respirar.
Luego de las ecografías y de las radiografías y de las tomografías el diagnóstico entra a sumar en esas anécdotas de lo improbable que nos alinean en las filas de los afortunados: un hombro fracturado, el húmero en varios pedazos rotos, dos dientes despicados, una cortada en la punta de la nariz y otra en el labio, raspones en el codo y la rodilla izquierdas, y una sensación de magulladura general. Nada más. Ni pulmón perforado, ni hemorragia interna, ni la cadera rota, ni nada más. Sólo eso. Un par de huesos rotos. Un par de costras sobre las cuales frotar caléndula. Una historia que contar.
Imbuido en el buen humor del susto dejado atrás, en el primer mensaje que papá mandó desde su WhatsApp, leímos (mi hermano y yo, que esperábamos afuera de las urgencias del hospital) un chiste: “Me siento como el Coyote”, decía. “Bip bip”, terminaba. Bip bip. El Coyote corriendo tras el Correcaminos, corriendo sobre el vacío en los cañones de la frontera, corriendo sobre el aire hasta que descubre que no hay piso. Entonces se detiene. Entonces, cae. Cae.
Papá corrió esperando encontrar un escondite, lo recibieron tres metros y medios de vacío. Creo que podemos identificarnos con eso.
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Quiero que leamos juntas el Agamenón de Esquilo. No sé cuándo lo haremos, pero siembro aquí la idea. Por ahora, sin temor a adelantar el final, porque en lo griego poco importa conocer los hechos (es el cómo lo importante), les recuerdo la fábula: el rey Agamenón regresa a su hogar luego de diez años de guerra. Vuelve victorioso, cargado con las riquezas de Troya, incluyendo la esclava Casandra, hija orgullosa de Príamo. Clitemnestra, la reina, esposa legítima de Agamenón, aguarda ansiosa su regreso. No la anima el amor al esposo ausente, la anima la venganza: para poder partir a la guerra Agamenón tuvo que sacrificar a Ifigenia, la primogénita, y el dolor de la madre prima sobre la lealtad de la esposa o el deber de la soberana: Clitemnestra aguarda a Agamenón para matarlo. Cosa que hará, con ayuda de Egisto, un soldado que ocupará el puesto de rey cuando Agamenón y sus tropas fieles mueran en emboscada dentro del palacio, mientras celebraban un banquete, sacrificados por la espalda, sin armas con las que ofrecer resistencia, muertos como presas, como ganado.
La historia se conoce, es un cuento viejo como el tiempo. Esquilo le suma su belleza, y le suma, sobre todo, sus preguntas. En palabras de los ancianos del coro aparece la cuestión que atraviesa el tiempo desde allá hasta nosotres. Una premisa sencilla que late en la historia del rey que regresa vencedor para ser destruido en su casa. La idea de que nadie puede decir de una vida si fue afortunada o funesta hasta que llegue su final. Que sólo en ese último acto, cuando se cierra el pulso y no más tiempo puede acunarse en los brazos, sólo allí sabemos si estuvo la fortuna de nuestra parte, o si jugó en la oscuridad en nuestra contra.
En el colegio tuve un profesor al que apodaban El Chino. Nos daba sociales en sexto y séptimo, si no estoy mal, y no recuerdo una sola cosa que me haya enseñado. Recuerdo, eso sí, las historias que nos contaba cuando alguien conseguía convencerlo de rememorar, y recuerdo también que nos decía que si escribíamos una página al día al final del año tendríamos un libro de más de trescientas páginas escrito (tardé en hacerte caso, Chino, pero es una buena técnica). Entre esas historias estaba la vez que vio un ovni, y la vez que se hizo el muerto para volarse de un asesino que lo había confundido con su presa. También contaba un corto cuento oriental.
Era la historia de un hombre que tenía un hijo y unos caballos, y que ante los hechos del azar, cuando el entusiasmo o la condolencia de sus vecinos llegaba a sus oídos, contestaba siempre con una máxima inmodificable: “Bueno, malo, quién sabe”. Seguro han escuchado el cuento en alguna parte, pueden encontrarlo en Google. Su mejor yegua escapaba. Qué tragedia. Bueno, malo, quién sabe. La yegua regresaba seguida de un joven semental salvaje. Qué fortuna. Bueno, malo, quién sabe. Su hijo mayo se quebraba el brazo intentando domar al semental. Qué tragedia. Y así hasta el final.
En ese cuento late una similitud hermana con la premisa de Esquilo en Agamenón. Juzgar los acontecimientos sin conocer sus consecuencias (y toda consecuencia es un eco de otras y así sólo a un observador total, que no somos, podrían revelársele completas) es una práctica pueril. Recibir en silencio, contemplar en calma y actuar con mesura es lo máximo a lo que podríamos aspirar desde nuestra mortalidad humana.
El viernes, durante la consulta de revisión luego de que el jueves le dieran el alta en las urgencias del hospital, encontraron que la saturación y la frecuencia cardiaca de mi papá estaban por debajo de lo normal. Luego de otra espera en urgencias, y de repetir la radiografía de tórax, se descartó nuevamente un sangrado interno o una perforación de pulmón. A lo mejor la caída reveló algo a lo que de otra forma no habríamos prestado atención: los pulmones de papá necesitan cuidado, ejercicio, atención. Desde el viernes está haciendo, cada cuatro horas, terapias de respiración. Ahora los signos se han estabilizado.
Caer, fracturar, descubrir, respirar. Bueno, malo, quién sabe. Recibir, contemplar, actuar con mesura. Claro, pero para hacer eso hay que buscar la calma. Tomarse el tiempo. Dejar de correr.
Soy como el Coyote. Bip bip.
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En el 2018, luego de un viaje más o menos accidentado que empezó en Medicina, naufragó en Periodismo y finalmente tocó puerto en Estudios Literarios, me gradué del pregrado y empecé una vida laboral activa. Como si tuviera que compensar por los largos años dedicados al ocio del aprendizaje, o como si tuviera que demostrarle el error a todas las personas que todavía hacen el chiste sobre la imposibilidad de ganarse la vida con la literatura, en estos seis años no he parado.
Toda propuesta que aparecía, toda invitación recibida, todo contrato, todo acuerdo de palabra, sin importar cuantía o dificultad, sin importar si respondía a no a mis búsquedas personales, recibieron de mi parte un sí. No es queja, no totalmente. Entre los pozos de aprendizaje que este volumen de cosas deja en mí hay hallazgos que valen su tiempo, que me han dado belleza y libertad. Pero ha sido frenético. Veloz y total. El año pasado llegué a tener hasta seis proyectos al mismo tiempo. Bip bip.
Cuando murió mi abuela Consuelo estaba terminando la maestría. No paré. Cuando se suicidó Julio (mi amigue) acepté diseñar una narrativa extensa para una fundación grande. No paré. Cuando murió mi abuela Amparo empecé a dar talleres sobre el concepto de justicia regado por todo Colombia. No paré. Cuando murió Julio (mi primo) firmé la extensión de contrato que iba de diciembre a enero. No paré.
En el primer mes de este año me enteré de que no iba a dar clases en la universidad, y luego mi papá se cayó por el hueco de un ascensor. Recibir, contemplar, actuar con mesura. Tal vez sea momento de hacer una pausa, de bajar las revoluciones, de parar.
Pensar qué quiero hacer con esto que soy, a dónde dirigiré mis pasos.
Pero no sé exactamente cómo se hace. Por un lado mi curiosidad y mi entusiasmo me llaman a aceptar lo desconocido, a sumergirme en nuevas empresas confiando en que desde allí me recompensará algo nutricio (y no ayuda que por lo general así sea); por otro lado el miedo al fracaso, a sentir que desperdicio el talento y la habilidad que he cultivado, o a sentir que no se me mira con la admiración y el respeto que una parte ególatra de mí siento que merezco; y también el pánico apocalíptico a la precariedad, a la falta de los lujos y de lo vital, a que negarse a hacer algo es perder la oportunidad de que ese algo luego sea sostén.
El miedo de que si dejo de correr voy a caer al vacío, de que, como al Coyote, es sólo la velocidad de mis piernas la que me mantiene a flote sobre un sendero de aire construido sobre la nada.
Excepto que no estoy corriendo en el aire, que no persigo ciego el hambre. He elegido este jardín en donde piso y a veces es importante recordarlo.
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Mientras escribo esto Galilea duerme a mis espaldas. María llegará a casa luego, y yo estaré aquí y ella me encontrará. Esto: el café donde tomamos tinto, la terraza desde donde vemos las estrellas, las rutinas que cada día nos recuerdan la ternura.
No tengo que correr, no estoy de pie en tres metros y medio de vacío. Me cimento en el amor. Lo demás ya encontrará en mí algún cauce. El lunes que pasó volví a leer, en Guarida, “La pata de mono”. La pregunta es la pregunta por el deseo. El aprendizaje es aprender a desear.
Recibo. Contemplo.
La vida es la respuesta. ¿Cuál es mi pregunta?
(02-02-2025)
Oración
Si el miedo no me paraliza bailo la danza de las mariposas, en polilla me transformo y fundo lunas en cualquier bombillo para que toda lámpara sea la que el deseo concede. Sólo las ganas de arder nos libran de ser rocas y barro, sólo la gana de brillar compartiendo una luz que nos frita de las alas a las antenas del corazón al aliento. Qué le hace, así son las cosas que nos aterran porque tienen el tamaño de nuestras mareas; porque el agua que somos se solivianta en su influjo y de tanto crecernos océanos nos agobia la inmensidad, y olvidamos que una gota basta para aliviar la sed. (22-10-2024)
La historia de un personaje secundario
El lunes, en Guarida, trabajamos “La pata de mono”, que es uno de mis cuentos favoritos. Tiene de todo, y en términos de escritura es de una sencillez bellísima. A continuación les dejo la lectura en voz alta, por si quieren escucharlo. El ejercicio de escritura que propusimos fue sencillo: pensar en ese hombre, el primero que pidió los tres deseos a la pata, y contar su historia. Quién era, qué deseó. Ahí les dejo.
Recuerden que si quieren participar de Guarida sólo deben escribirme. Es un taller literario, gratuito y virtual, que sesiona los lunes de 6 a 8 de la noche (hora colombiana). ¡Alegría!
La fortuna
Pensando en Esquilo me sorprende la idea de la última imagen, la última postal que dejemos sobre la Tierra, sea la que servirá para juzgarnos. Que lo sepa esa instantánea: he conocido la felicidad más profunda y a su amparo me entrego, he multiplicado la generosidad que he recibido y ocupado mi empeño en sembrar ternura en el yermo, he jugado y reído con plenitud. Amo y soy amado. Nada más.
Y a ustedes, todos, todas, todes, gracias por leer.
Errata: donde dice "2024" léase "2025". El eleve me arrolló. ¡Alegría!
El llamado a parar, lo recibí en el 2023 cuando migré a España. Vengo del futuro para decirte que es más agotador que correr, porque cuando paras afuera te activas adentro, y adentro hay tanto pero tanto. Bueno, en realidad sé que eso ya lo sabes. Te he leído mucho sobre eso. Fui osada diciéndote lo anterior. Sin embargo lo dejo acá como recordatorio para mí o para tí o para alguien. Aún así, con tanto dolor que me ha causado parar, lo seguiría eligiendo, suponiendo que es un acto racional, que ahora que lo escribo dudo de ello. Lo que quiero decir es que prefiero estar aquí, haber parado y enfrentarme a mí que seguir corriendo y anularme, mentirme y habitar una mentira. Gracias por escribir y compartir, mi Lucas. Gracias siempre