Todos los comienzos

Cuando estaba en octavo, en el 2003, aprendí a calcular el área sombreada de un círculo, perdí dibujo técnico, y descubrí que quería ser escritor. Sin desmeritar los dos primeros aprendizajes, fue el último el que trazó el curso de mi vida, pese a que opusiese alguna resistencia. Desde entonces y hasta hoy la escritura ha sido compañía y arrebato, dolor de cabeza, fuente de inseguridad, y temblor. Ha sido núcleo de mi vida, y a ella me encomiendo cuando todo lo demás parece sumergirse en barrizales.
En ese entonces escribía en un cuaderno rojo con un estampado del Pato Lucas en tercera dimensión. Coincidía en el salón con Manuel Valencia y Sebastián Jessie, que fueron mis primeros lectores. Cuando tiempo después tuve un blog (y ahora este boletín) descubrí que la dinámica de publicar y recibir comentarios me gustaba porque era recuerdo de esos días colegiales. La dinámica era así: escribía en el cuaderno tres o cuatro páginas, se lo pasaba luego a Manuel (que se sentaba detrás de mí), él leía y se lo pasaba luego a Sebastián (que se sentaba detrás de él), y luego de leer me lo devolvían. En ocasiones hacían comentarios al margen, en ocasiones incluían notas en hojas rasgadas, comentando qué les había parecido. No sé si me habría entusiasmado tanto escribir si ese no hubiese sido el primer ritual, si desde el momento cero la escritura no se hubiese presentado como un bálsamo contra la soledad, como una forma del vínculo que tan ansiosamente buscaba entonces.
Lo que escribía en ese cuaderno era una saga de fantasía medieval, regurgitación de todos los RPGs que había jugado, de las películas que había visto, y de la trilogía La materia oscura de Philip Pullman. Su calidad era paupérrima, por supuesto, pero era una obra sagrada. Digamos que todos los comienzos lo son, porque que algo inicie necesita, siempre, del soplo o el anuncio de la divinidad. Años después, en un grandilocuente gesto de amor desesperado, le regalé el cuaderno a Daniela. Si la nostalgia lo ha conservado ahí deben seguir mis torpes quimeras, y los comentarios que fueron esa primera forma de la intimidad, ese germen de la amistad.
Mientras duró ese año escolar escribí allí, y luego en hojas sueltas de bloc que permitían una inmediatez mayor al sistema de lectores en fila. Escribí mucho. Me pasaba la clase entera de dibujo técnico llenando páginas, y al final no entregaba ningún dibujo al profesor. Con las otras materias resolvía a punta de ganar exámenes, pero miré mucho más las hojas rayadas del cuaderno que el tablero. Luego, cuando la adolescencia avanzó, perdí a mis lectores (nos separaron de salón); descubrí el pudor de considerar con seriedad la calidad de la propia obra; y dejé inconclusa esa primera novela en aras de empezar otras nuevas, algunas ubicadas en el mismo universo de esa.
Era mi juego doméstico. Llegaba en la tarde a casa, después del colegio, y luego de almorzar me sentaba a escribir. Planeaba y daba forma a la obra, llenaba páginas con las descripciones de nuevos personajes, imaginaba giros inesperados (absolutamente obvios, por supuesto). Lo que más me gustaba, sin embargo, era empezar un texto nuevo. Cuando se me ocurría una nueva historia (y eran novelas, siempre, nunca cuentos) salía de mi casa, caminaba hasta el parque, entraba en la papelería y compraba un cuaderno.
Eran cuadernos grapados, de cien hojas, rayados, con portadas de carros o de animales, que costaban mil pesos. Volvía a casa con el cuaderno contra el pecho. Abría y marcaba en la página uno con el título tentativo de la obra y mi firma (contrario a otras personas encuentro un placer gigantesco en titular, tanto que mi mayor problema, en ocasiones, es que lo que termino escribiendo no está a la altura del título que le puse), y empezaba a escribir.
Trabajaba sobre ese cuaderno las siguientes semanas. Escribía uno o dos capítulos, y luego aparecía otra idea, una idea nueva, y la tentación del ritual: ir al parque, entrar a la papelería, elegir el cuaderno, empezar otra historia. Hay por lo menos cinco cuadernos de esos, con menos de veinte páginas escritas en cada uno, todos con su titulazo y mi firma. Todos formas de la esperanza. Digamos que todos los comienzos lo son, porque que algo inicie, siempre, es augurio de posibilidad, y en esas posibilidades proyectamos la hondura de nuestro deseo.
El deseo que tejía las primeras páginas de los cuadernos era el deseo de ser escritor, que en realidad era el deseo de ser leído, que en realidad era el deseo de conseguir que mi universo particular conectara con otros universos particulares. El deseo de no estar en soledad. El deseo de no sentirme aislado. De ahí que para mí la escritura sea un juego. Jugamos para estar con otres, para estar en otros, para ser en otras. Por eso escribo todavía, aunque la edad me ha dado paciencia, y la paciencia ha aprendido a sostener la esperanza más allá de las primeras líneas.

También me ha dado, el tiempo, el movimiento de los caracoles, que no es sólo la lentitud, sino la baba y la espiral: el brillo que señala el rastro de nuestro paso por el mundo, el movimiento que se sabe cíclico y amplificado, donde todo comienzo se repite idéntico y distinto. El año pasado reconectar con la escritura fue reconectar con la caligrafía y eso implicó reconectar con los cuadernos.
Ya de antes tenía un cajón lleno de libretas, pero el año pasado aprendí de papel. Supe, por ejemplo, que para recibir la tinta de las plumas no importa tanto el gramaje como el trenzado, y que por eso el Tomoe River puede ser delgadísimo y aguantar la Emerald de Chivoir de Jacques Herbin sin traspasar; dejé de considerar a Moleskine como la quintaescencia cuadernil, reiteré mi admiración por Nea, y me convertí en entusiasta de Midori; terminé varias libretas, empecé varias libretas, hice hábito el escribir cartas a las personas que amo.
Del párrafo anterior (que destila esnobismo y que excuso como una broma entre esa parte de mí que se obsesiona con las cosas materiales y esa otra que se esmera en el desprendimiento) resumo lo siguiente: el adolescente que coleccionaba cuadernos iniciados habita todavía en mí, con la salvedad de que ahora, a fuerza de paciencia, consigo terminar, tarde o temprano, todas las páginas en blanco. Y que ahora no escribo novelas (aunque sí hay una iniciada entre los cajones), sino cuentos, y eso me permite más comienzos.

En este momento tengo tres cuadernos con cuentos iniciados. El primero hace parte del proyecto con el que me gradué de la maestría en escrituras creativas. Ahí, en un bello cuaderno marmolado de Taller Talante, está uno de los últimos cuentos que faltan para terminar Guía la lenta hiedra, María. Está empezado desde comienzos del 2023, y sé que deberé volver a terminarlo en algún punto, si quiero que esa obra, cuyas bondades debería redescubrir en relectura (y pulir sus errores, que seguro son abundantes), pueda encontrar otros ojos.
El segundo cuaderno iniciado me lo regaló María de cumpleaños el junio pasado. Es una libreta hermosa de Chanclas Japonesas, que viajó con nosotras a la luna de miel y donde está iniciado el penúltimo cuento de Himno de amor punkero. Es el cuento en el que estuve trabajando hasta diciembre del año pasado. Iba a buen ritmo, disfrutaba cada madrugada sumar los dos o tres párrafos que el tiempo me concedía. Probablemente hubiera logrado terminarlo antes de que el año llegara a su fin.
Entonces murió mi primo, y la noche de su muerte, con la noticia todavía siendo eco de dolor en los oídos, decidí empezar un cuaderno nuevo, y un cuento nuevo. El tercer cuaderno es un Midori A5 cuadriculado. Esa noche decidí que no sólo iba a ser un cuento nuevo, sino todo un libro de cuentos nuevo. Por eso, en el sticker de información de la cubierta escribí El jugador de ajedrez y otros cuentos, y el cuento que comencé es ese, el del título.
Lo trabajé con juicio una semana, luego pasé dos semanas sin escribir, sin madrugar, sin meditar. Pero eso fue después, no esa noche, no la noche del dolor y de la muerte. Esa noche empecé un cuento, porque de alguna manera empezar a escribirlo era una forma del olvido. Digamos que todos los comienzos lo son, porque que algo inicie es movimiento que hace de lo pasado lejanía, incluso al acercarlo, porque abrirse al porvenir es contaminar el ayer, y en esa mezcla impura la vida se hace presente.
Entre antier y hoy he procurado volver a las rutinas que sostienen, no tan metafóricamente como pueden imaginar, mi vida. Madrugo, medito, escribo. No fue tanto el tiempo sin hacerlo, pero vaya que me ha costado retomar los hábitos: su tela burda pesa en el cuerpo, y me tomará todavía otro puñado de días comprender que ese peso es un abrazo, que esa bastedad es calidez. Avanzo lento por “El jugador de ajedrez” y no veo la hora de terminarlo para regresar nuevamente al que tenía iniciado antes (se titula “Amar al marrano”, por si la curiosidad les mordía). De alguna forma alientan mis fuerzas para esto las promesas del año que comienza, la sensación, colectiva y más o menos presente, de que estamos ante un cuaderno con las páginas nuevas (aquí el lugar común funciona porque lo que estoy señalando es, justamente, lo común del sentimiento, y porque he estado hablando de cuadernos).
Recibí el año nuevo en Guarne, en una casa que alquilamos por AirBNB con la familia de María. Llevé el Nintendo, pero dejé los juegos (la falta de costumbre) así que tuve que comprar algo en línea. Así llegué a Neva, un juego sencillo y bellísimo con aires de Studio Ghibli y que pude terminar en un par de días. Es una historia sin palabras donde uno juega como una suerte de guardiana del bosque que tiene por daimonion a una especie de zorra-cierva, o loba-cierva. Al bosque ha llegado una oscuridad que lo devora, y a lo largo de cuatro estaciones (verano, otoño, invierno, primavera) debemos recorrerlo para purificarlo. Al menos eso leí al comienzo, luego, al final del juego, cuando la oscuridad regresa, la comprensión fue otra.
No se trata de erradicar la oscuridad, sino de equilibrarla, de darle la dignidad que merece y le corresponde. La muerte tiene que llegar, y la muerte debe llegar, para que pueda existir la vida. El final y el comienzo son indivisibles. Esa es la espiral. Ese es el juego. Digamos que todos los comienzos lo son.

(05-01-2025)
2025
Me ha tomado tiempo recuperar el ritmo, volver a la tonada, caer sobre el surco. Aquí vamos, aguja en el asfalto. Gracias por estar. Que este comienzo sea, para todos, todas, todes, escenario de belleza. ¡Alegría!
Como dice Ursula, la luz es la mano izquierda de la oscuridad. Gracias siempre Lucas. Que suerte inmensa tenemos de que elijas hacernos este regalo que son tus escritos.
Me encantó. En el colegio me pasaba igual con unas hojas que tenía, y sí terminé nivelando Artística, pero fue más por quedarme hasta tarde leyendo Crimen y castigo. Ahora, creo que una cosa que uno acaba descubriendo es que escribir no es algo solitario, sino una práctica social en la que estamos. Pertenecemos a la escritura. A su pasado, a la tradición, a la imprenta y a los compañeros que nos leen.