El artilugio incandescente
Sobre encender cerillas, crear afectos comunes, y recuperar refugios para vivir y morir bien sobre la Tierra
Tengo junto a mí, mientras escribo esto, una postal donde se reproduce una pintura de El Greco. En ella tres personajes se reúnen alrededor de una cerilla, o algo similar a una cerilla, que se enciende. En el centro, sosteniendo el fuego y soplando para alimentarlo (dándole aliento) hay una figura andrógina que por el blanco del rostro y el gris de la túnica podría ser una monja. A su derecha, un hombre con boina roja y traje color mostaza sonríe. A su izquierda, asomándose sobre su hombro, un babuino observa alucinado la llama. Se trata, según la información museográfica de El Prado, de un estudio sobre la luz. Se titula Una fábula, y desde que la conocí, hace quince días, es una de mis pinturas favoritas. Porque se trata, además, de un estudio sobre el asombro, sobre la creación, sobre la literatura.
Si tuviera que resumirlo en un par de trazos diría que mi poética (y por tanto mi estética) tiene en su centro el asombro que despierta un chispazo de belleza, y que dicho asombro puede experimentarse en privado, pero exige, siempre, la colectivización: pide ser compartido, y en el proceso de compartirlo forma o fortalece el tejido que nos conecta con la vida. Cuando digo vida me refiero no a la abstracción, sino a la intrincada madeja concreta de cosas que respiran y palpitan y vuelan y se arrastran y sufren y crean y mueren a nuestro alrededor. A lo humano y a lo no humano. A las plantas y a los hongos y a los gatos y a Galilea y a las palomas que cantan su arrullo en la cúpula de la iglesia. Y a los babuinos que se asoman sobre nuestros hombros, y a los que a nuestro lado sonríen al ver el destello. Cuando digo vida me refiero a todo lo que con nosotres comparte su destino de tránsito y cambio, y que abrazará eventualmente su disolución.
No debe extrañarme, entonces, que la pintura de El Greco me impacte con tanta fuerza. En 1580 resumió, en un cuadro que perfectamente podría colgarse en la sala de mi casa, lo que considero debe ser el arte, la creación, la literatura: una chispa que nos convoca a su alrededor, que nos emociona, y que mantenemos encendida con cuidado, insuflándole el oxígeno que necesita y necesitamos para vivir (que no es otra cosa que nuestro propio espíritu, que nuestro propio aliento).
En algún momento de mi vida me habría bastado la figura del fuego como metáfora. Fue suficiente, cuando era más joven, creer en la creación como un fuego, divino acaso, hurtado por el titán Prometeo, del que el ser humano podía ser portador para iluminar su oscuridad y avanzar con determinación en la oscuridad de su noche. Es decir que en algún momento la pintura que habría imaginado para representar mi poética (y por tanto mi estética) sería un hombre solitario avanzando en las sombras con una antorcha en alto. En ese entonces creía en la fuerza, en ese entonces creía que la labor del arte se cumplía con salvarnos como individuos de la noche que cargamos dentro, y que la labor de la creación era desgarrarnos para poder ser canales de ese incendio.
Luego la vida, hija del tiempo y la atención, fue dejando su gota en mí, y aprendí de las frutas (quise que madurar fuera volverme dulce), y poco a poco la fortaleza no tuvo sentido si su fin no era cuidar lo frágil esencial para compartirlo con otras; y poco a poco el arte no era una embreada antorcha sino una brasa, un ascua apenas, un artilugio incandescente que había que mantener encendido con mucha maña y mucha atención; y poco a poco el acto de crear no respondía a la fantasía neroniana de ver Roma consumida, sino al gesto breve de frotar el fósforo en su caja y ver la chispa mínima brillar.
Ese cambio fue lento, y como todas las epifanías verdaderas su revelación estuvo cargada de presagios antes de concretarse. Cuando lo hizo tomó primero la forma de una práctica vital, y luego de una lectura que se cuenta entre las más importantes de mi bibliografía.
El primer momento de eureka me golpeó el día en que me hice profesor. Fue ahí, delante de Juan Sebastián y María José y Carlos y Daily y María Paulina y Lorena y Sara y Alejandra y Luisa y Esteban, et al, que comprendí que no estaba tanto entregando una antorcha como enseñando a cuidar una cerilla encendida, que el gesto no era el de quien marcha para quemar las naves ancladas en la playa de Troya, sino el de quien llama para que se acerquen a una hoguera íntima y común, y allí descubran la gracia del calor y el milagro de la luz. Hacerme consciente de esto transformó mi manera de relacionarme con mi oficio (el de lector y el de escritor y el de animal humano), y aunque digo que fue el día que me hice profesor no me refiero al primer día que di clases.
Me refiero a la tarde en que di por primera vez la clase sobre Hamlet.
Cuando doy clases me ocurre exactamente lo mismo que cuando escribo (que es, y aquí Gadamer tenía toda la razón, lo mismo que ocurre cuando jugamos): no sé qué aparecerá en la siguiente línea. No me entiendan mal, planeo mis contenidos con las mejores intenciones, pero permito que el mapa se vaya al viento cuando nuevas ideas soplan reclamando que viremos a nuevas costas. He aprendido más sobre lo que leo durante una clase que en largas jornadas de meditación o escritura, y sólo cuando hablamos sobre Hamlet en esa primera clase comprendí porqué amaba tanto al personaje de Horacio.
No sé si quienes estuvieron allí lo recuerdan, pero en mi memoria está cincelado. La clase había tocado a su final, afuera la tarde era plácida. En algún momento, como comentario de cierre, empecé a hablar de Horacio. Y de las líneas finales de Horacio. Y de su despedida a Hamlet. Me detuve y comenté frente a mis estudiantes eso de “Buenas noches, dulce príncipe”. Nunca había mirado esa lucecita con tanta intensidad, nunca había comprendido todo lo que ardía, con su timidez de luciérnaga, en el adjetivo “dulce”.
“Hemos visto a Hamlet convertirse en asesino”, o algo similar dije a mis estudiantes, “lo hemos visto corromperse, caer en el crimen, en la locura, en la violencia, matar a su amigo, provocar la muerte de su amada… y de todos los posibles adjetivos, de todos los cientos de miles de adjetivos que Horacio podría elegir para despedirlo, elige decirle ‘dulce’: ‘Buenas noches, DULCE príncipe’. Por eso amo a Horacio: porque si la amistad no es aquello que se encarga de recordarnos nuestra dulzura, incluso en el fondo de nuestra infamia, yo no sé qué sea”.
Esa tarde, cuando quedé solo, supe que me había vuelto profesor. Y esa tarde tuve el primer encuentro con la fábula que me regaló hace unas semanas El Greco en su pintura: una llamita breve que compartimos desde el asombro, que nos provoca alegría y sorpresa, y que alimentamos con nuestro aliento para crear afectos comunes que en ella se reconozcan; una llamita que hay que cuidar entre las manos, como algo frágil y efímero; una llamita que es todo lo que importa y que está llena, rebosante, de dulzura. Esa es la historia sobre el arte, la creación y la literatura que empecé a contar desde entonces.
Y no he parado.
“¿Y cuál fue el libro?”, pregunta la lectora que intuye, con muy buen tino, que la línea anterior sería un gran momento para terminar este texto, y aún así recuerda que prometí un segundo instante de revelación. Espero que cumplir con la promesa no sea anticlimático, si alguien lo desea puede hacer aquí una pausa y retomar luego. Va la imagen de El Greco como marca en el camino.
El libro es Seguir con el problema, de Donna Haraway, y entre toda la maravilla que comparte en este esperanzador ensayo, hay una línea que imprimí sobre mis huesos. Se trata de un mandato, de un llamado al deber, de una tarea. Ante la pregunta de qué debemos hacer para que exista algún futuro para nuestra especie, Haraway nos indica que, además de crear parentescos extraños (es decir, reconocernos en conexión con todo lo que existe de una manera activa y transformadora), estamos llamadas a “recuperar refugios para vivir y morir bien sobre la Tierra”. Esa es la línea y ese es el eureka y esa es, desde que me reconocí en ella, mi verdadera vocación: Recuperar refugios para vivir y morir bien sobre la Tierra.
También esa, descubrí, es la actitud de la llama que convoca, del fuego que cuidamos, del asombro que nos nombra cuando nos atrevemos a nombrarlo. También la creación, también el arte, son parte de esa recuperación, de ese vivir y morir bien, de esa Tierra finita y frágil que habitamos.
La frase que me regaló Haraway me gusta en todas sus partes. Primero porque habla de recuperación, lo que indica que no es nueva la necesidad de guarecernos los unos a les otres, y que ya lo hemos hecho, y que hubo momentos iluminados de nuestra biografía en que conseguimos hacerlo con gracia. No se trata de una nostalgia paralizante, se trata de una recuperación, activa y participativa, donde echamos mano de todo lo disponible para volver a poner en pie, desde sus ruinas o sobre sus cenizas, estructuras colectivas de cuidado mutuo que nos permitan el bienestar.
Luego, ese bienestar, Haraway lo enfoca tanto en la vida como en la muerte, y esto es, para mí, potentísimo: no sólo el buen vivir es necesario, igual de importante es morir bien. Las preguntas que abre lo anterior son conversación riquísima, y nos ponen de frente ante un realismo que no nos permite eludir la complejidad: habrá mucho que muera, pero la muerte no es el problema. La forma de morir es el problema. ¿Vamos a mirar a otro lado cuando se extingan los elefantes, cuando muera la última jirafa? Claro, haremos todo lo posible para que vivan, pero si fracasamos, y si ya es tarde, y si mueren, ¿vamos a fingir que no estuvieron nunca aquí? Lo mismo con animales más familiares, con nuestros afectos más cercanos, lo mismo ante nuestra propia muerte. Ese “vivir y morir bien” en Haraway me ha aligerado más el pánico existencial que cualquier reflexión epicúrea intentada previamente.
Finalmente, la línea cierra con una ubicación puntual: “sobre la Tierra”. Haraway nos circunscribe a este trozo de materia que habitamos. No la promesa de una vida después de la vida si hemos cumplido con sabiduría y fe los mandamientos (sean cuales sean), no la promesa de cabalgar cohetes para colonizar Marte. No: aquí, ahora, en este puntito azul donde hay bombarderos y naranjas, donde inventamos drones que matan a la distancia y enviamos aún cartas de amor, donde tenemos trasplantes de riñón y gente muriendo de hambre; este grano de arena del que Wislawa Szymborska afirmó “no le faltan encantos a este horroroso mundo, ni algunos amaneceres por los que merece la pena despertar”. Y ese poema, La realidad exige, es un refugio.
Recuperar refugios para vivir y morir bien sobre la Tierra. Alguna vez alguien me preguntó porque acompañaba talleres literarios gratuitos, refiriéndose a Guarida, el taller virtual de los lunes en la tarde. Esa es la respuesta. Es una de mis formas de cumplir con mi propósito, de encender cerillas, de crear afectos, de recuperar refugios para vivir y morir bien sobre la Tierra.
Y este es el milagro: también yo habito esos refugios que ayudo a recuperar. Y esta es la anécdota: el viernes pasado, en el taller de escritura que acompaño en la biblioteca de la Universidad Pontificia Bolivariana, me sorprendieron con un regalo de bodas. Ahora, en la habitación del café, gotea lenta una clepsidra que con toda la calma me recuerda que he encendido y cuidado bien la cerilla, que la llama de lo que imaginamos arde para iluminar, para dar calor, para conectar.
Me he tomado más de dos mil palabras para volver a darles las gracias por el amor recibido: Gracias, por tanto, a todos, a todas, a todes.
Y a ti, que has leído hasta este punto.
Balanza
Es cierto: Hay tanto de todo que a veces parece imposible que haya algo de nada. La muerte llama a la muerte, la vida llama a la vida. Hay ratones que corren en mi jardín, y ruinas en llamas donde mueren doce mil niñas. No se equilibra la balanza por más tréboles que sembremos. Y, sin embargo, florecen. (13-02-2024)
Oficio
Me siento en el café y escribo. María trabaja en su estudio, Galilea duerme en la sala. Yo escribo. Me rodean siempreverdes, el jade, el lirio, la planta de pavorreal (su ojos fijos en el infinito de la luz), los tréboles rojos como una bandada de mariposas. Yo escribo. El café está amargo, y fuerte, y refleja mi rostro inclinado sobre la pequeña libreta. Eso es todo. Yo escribo. (27-03-2024)
Lo finito
Es cierto: hay cosas que estarán cuando yo ya no esté. A diferencia del hierro mi carne caduca. Habrá todavía una tetera cuando no haya yo para calentar el agua y preparar el té. Pero, así y todo, este oxígeno que bebo volverá de mí al mundo de algún modo. Y será mi aliento en otro aliento el que sople el vapor caliente, el que aquí tejido siga hasta el sol o la siguiente estrella. (26-04-2024)
Desayuno
Mientras infusiona el café converso con María sobre “Rosas” de La Oreja de Van Gogh y la catarsis en el mundo actual y la responsabilidad individual de los organismos neoliberales. María lee a Iris Murdoch en voz alta: “y el sufrimiento alimenta las imágenes, las imágenes más hermosas de todas”. Este amor es mi Anábasis. Jenofonte cotidiano desde la colina del desayuno murmuro “thalassa, thalassa” —el mar, el mar. (26-04-2024)
Oficio 2
Mientras gota a gota espero en el café caliente durante la tarde fría pienso en una cesta trenzada en un poema de Ursula K. Le Guin. La atención a los detalles de artesanal empeño, el gusto de una vida dedicada a perfeccionar sutiles gestos idénticos más nunca repetidos. Aprender eso y serlo: alguien que esmera su cuidado en hilvanar historias gota a gota a gota a gota. (26-04-2024)
Bisontes
Dibuja la tarde su contorno suave en el sol que siembra sobre mí su sombra. Siento en el cuerpo el cansancio dulce del día agotado hasta sus heces. Y sigo bebiendo el néctar tibio del atardecer mientras trazo con los restos de la hoguera los bisontes que avanzan hacia la eternidad (y que tienen forma de enormes bicicletas). (12-07-2024)
Hábitos textuales
Si consigo encontrar la voluntad para levantarme los domingos a urdir estos textos, es posible que termine convirtiendo estas horas, entre las cinco y las ocho de la mañana, para que sean de mis horas preferidas de la semana. Es bello escribirles, aquí, así. Y es bello leer sus comentarios y mensajes (que me dispongo a responder justo después de publicar). Aprovecharé estos mensajes finales que envío para parroquiales varios.
El primero es una errata. En la publicación anterior les compartí un poema titulado “Oficio”. Su título verdadero es “Oficio 3”. Sólo puedo enterarme del número de los poemas cuando los voy pasando al computador, y en el desorden de fechas, bueno, ese llevaba dos por delante. “Oficio” y “Oficio 2” los encuentran en este envío.
Lo segundo es una invitación: es posible que si están leyendo esto conozcan ya Guarida o hagan parte, en caso de que no, y quieran hacerlo, no duden en escribirme. Tanto ese taller virtual, como el taller en la UPB, son gratuitos. Desde ya les doy la bienvenida.
Lo tercero es otra invitación: el sábado 26 de octubre estaré dando un taller de escritura (tema y contenidos por definir) en el relanzamiento de la librería Antimateria. Tendrá algún costo, creo, no sé cuál, y espero antes de la fecha compartir también aquí más información. Espero les entusiasme.
Creo que eso es todo. Nos leemos luego.
¡Alegría!
Gracias Lucas por compartir este texto milagroso, “digno de estupefacción”, como la vida.
Lucas, gracias por compartir la belleza y la dulzura. Por este texto. Por los refugios que propicias a través de la alegría y la potencia de tu palabra.
Dulzura y belleza para vos, siempre.