La ficción
Fue después de la clase de artística. Íbamos en fila desde el salón de pintura hasta el salón normal. Formábamos alfabéticamente. Entonces Alejandro Vásquez me preguntó si yo sabía quién era el Niño Dios. Di alguna respuesta, probablemente anclada en la incipiente noción teológica de un cachorro humano de siete años. Alejandro negó. “No, no eso, sino quién es el que trae los regalos en navidad”. Insistí en la idea del relato: el bebé nacido en un pesebre, el calor animal, la paja que es cuna y nido porque algo de pájaro tiene que existir en lo divino. Alejandro volvió a negar. “¿Entonces no sabe quién es el Niño Dios?”. Esta vez guardé silencio. Había algo en la mirada de mi compañero, no sabía qué (luego sabría que era el don de la crueldad). Alejandro negó por tercera vez antes de lanzar su estocada. “El Niño Dios son los papás”.
Para la hora del recreo ya se había corrido la voz entre mis compañeros de salón. Aparentemente todos tenían un conocimiento del que yo carecía, y había un placer contenido en ello. Después de todo yo era “Lucas-el-que-todo-lo-sabía”, y una oportunidad como aquella de demostrar los vacíos de mi conocimiento no se presentaba a menudo. Sólo uno entre el grupo (y éramos cuarenta y punta) parecía compartir conmigo la ingenuidad y la ignorancia. Éramos Santiago Vélez y yo contra el mundo, dos niños convencidos de que los regalos deseados y pedidos con fe se materializaban por arte de milagro en la media noche del nacimiento, hace 1997 años, de un Dios.
Creíamos, Santiago y yo, que el resto del salón se había confabulado para jugarnos una mala broma. Nos angustiaba la posibilidad de verdad tras sus palabras, pero era imposible que fueran ciertas. El Niño Dios traía los regalos. Nos lo habían dicho nuestros padres, nuestras madres, nuestros tíos, nuestras tías, nuestros abuelos, nuestras abuelas: era imposible que nos hubiesen mentido. Era imposible porque esas mismas personas nos habían dicho que mentir estaba mal. Además, en el caso de ambos, los regalos siempre aparecían de la nada, en formas sorprendentes, en empaques extraños. Todo esto lo hablamos Santiago y yo ese recreo, y nos despedimos al finalizar el colegio convencidos de que eran los demás quienes estaban equivocados.
Por su parte, el resto del salón se dividía en tres grupos. Los que disfrutaron cada momento del día reiterándonos nuestra ingenuidad y nuestra tontería. Los que se encogían de hombros y no tenían el menor interés en el asunto. Los que intentaban detener a los primeros y nos decían que el Niño Dios sí existía, con un tono y unos gestos que indicaban que tenían, en realidad, otra información al respecto. En defensa de Alejandro Vásquez, aunque empezó en el primer grupo luego se convirtió al tercero, creo que por influencia de Julián Zea.
Esa tarde, ya en casa, estuve tentado a preguntarle a mi mamá. Pero hubo algo que me detuvo, ese algo que nos lleva a esquivar preguntas cuyas respuestas sabemos que pueden significar cambios fuertes en nuestra vida, y que ya de adultos miramos de frente en ocasiones, las llevamos hasta la punta de la lengua, y luego las tragamos con un sonoro borborigmo porque no todo conocimiento es gozoso (aunque sea liberador). Así que no pregunté nada, convencido de que mi fe y las enseñanzas de los adultos eran ciertas, y de que mi salón entero estaba equivocado. Eso sí: tracé un plan, una prueba a la verdad: no iba a decir en mi casa qué quería que me trajera el Niño Dios. Lo iba a desear, lo iba a pedir en mis oraciones, y así Él lo sabría sin que nadie más lo supiera, y Él lo haría realidad sin que nadie más pudiera intervenir en ello.
Al día siguiente los compañeros del colegio habían pasado a otro tema, y el olvido de la infancia se había encargado de sembrar nuevos juegos. Sin embargo, Santiago se aproximó a mí en algún momento del recreo, y me llevó aparte. Y ahí, sin testigos, me dijo que los demás habían dicho la verdad, que había hablado con su papá y él le había contado que sí, que eran ellos los que ponían los regalos, pero que era el Niño Dios el que les daba los medios para conseguirlos cada año, o alguna interpretación semejante. Guardé silencio. Santiago me miraba, su confesión no venía con regocijo. Conocía el dolor que me estaba regalando, pero sentía que tenía que hacerlo. Había algo en su rostro, no sabía qué (luego sabría que era el don de la ternura).
No le creí del todo. Luego de contármelo se fue a seguir con el recreo, y yo hice lo mismo, y no le creí del todo. Pero esa conversación breve, sin insistencia, consiguió convencerme más que todas las burlas y los debates del día anterior. Me reafirmé en mi idea: no decir, ni por accidente, qué quería que me trajera el Niño Dios. Él me escucharía, Él me escucharía, Él me escucharía.
Pasó el tiempo. Cuando navidad se acercaba acompañé a mi mamá a algo, no tengo ni idea qué. Recuerdo que íbamos en la camioneta, y que en algún momento regresamos a casa. Parqueamos al frente de la tienda que quedaba donde ahora queda una tienda de mascotas. Y ahí mi mamá me preguntó qué le estaba pidiendo al Niño Dios. Lo hizo con tranquilidad, como conversando de cualquier cosa. Le dije que no le iba a decir, y cuando me preguntó por qué le solté todo el cuento: las conversaciones con los amigos del colegio, mi plan secreto, la confesión de Santiago Vélez. Por eso no podía decirle, porque si le decía iba a seguir con la duda, porque tenía que comprobar que el Niño Dios era de verdad y esa era la única manera.
Fue ahí, en la camioneta bajo el sol, cuando mi mamá me contó que cada año ella y mi papá compraban, empacaban y ponían los regalos. Recuerdo que dudé, que insistí en que era imposible, que ellas siempre estaban con nosotros a las doce de la noche. Después lloré, y después lloramos juntas. Aunque intentó mostrarse alegre, explicarme que era mi Dios (así dijo, “mi Dios”) el que les permitía cada año hacer lo que hacían, en el fondo no podía ocultar su tristeza: era el fin de algo, el fin de una ficción construida y amada por ella y mi papá, una ficción que estaba firmemente entrelazada con mi ser niño. Era el tiempo, con su rueca inaplazable, ahí, marcando el pulso de todo lo que cambia, de todo lo que muta, de todo lo que crece y, eventualmente, muere. Ya no volverían a ver la maravilla en mis ojos. Ya no podría servirles mi rostro de espejo para ver la transparencia del milagro.
Para ayudarme a asimilar la nueva realidad (porque el mundo era un mundo nuevo, porque todo había cambiado, se había desplazado de su lugar, y yo apenas empezaba a adaptarme a mi nueva posición dentro de ese universo recién inaugurado) mamá me otorgó un rol: de ese día en adelante, cumplido mi rito de iniciación, atravesada la decepción, la tristeza, la soledad, la verdad y la comprensión, debía sumarme a los custodios del secreto, y ayudar a que mi hermanito y Ana María no se enteraran. Carlos Alberto, mi primo, hermano de Ana, ya sabía. Lo supo antes que yo. Ahora estábamos del lado de los adultos en este tema. Ahora era nuestro lugar ayudar a crear el relato, hacer realidad al Niño Dios.
Y ese fue nuestro lugar. Y cuando Andrea y Laura fueron consciencia y atención despiertas bailamos con ellas las coreografías de moda (todavía recuerdo vagamente los pasos de Mayonesa o Los gorilas) para que en la parte de atrás de la casa pudieran sacar los regalos y ubicarlos en las camas. Lo mismo con Sergio y Sara. Lo mismo con Matías. Y supongo que volveremos a jugar nuestro papel cuando haya una infancia nueva corriendo por ahí. Por ahora ya todas sabemos el secreto, ya todas estamos del lado de acá de esa ficción.
La nostalgia señala la hondura del desengaño, y sólo desde el don de la ternura podemos revivir el pálpito que en esas noches (esos días azules, ese sol de la infancia) iluminó nuestro ser en el mundo con una certeza alentadora: había un Dios que escuchaba nuestros deseos, y los cumplía.
La semana pasada compré un árbol de navidad. En el almacén estoy casi seguro de haber elegido otro, más pequeño, más de apartamento, pero cuando llegué a casa para armarlo resulté con un pino de dos metros con diez. Gigantesco, rodeado de luces, con apenas un puñado de adornos (la idea es ir comprando poco a poco para llenarlo en el curso de la vida), fue un símbolo de un doble rito.
Por un lado, esta es mi primera navidad casado con María, y el árbol es la reflexión sobre el pesebre y el Dios que se hace carne. Independiente de mi visión espiritual del mundo (que es, por lo menos, confusa) no ha dejado de encantarme el gesto de lo Ideal que elige la Materia. En ese sentido, este año tomamos el Amor y lo volvimos un Pacto. Sobre esto luego escribiré más, por ahora sólo enuncio el milagro.
El otro lado es el duelo reciente por la muerte de mi primo. Hay una imagen en la memoria: el niño que soy y el adolescente que fue. Ese niño está llorando desde hace dos semanas y no importa cuánto le hable sobre la muerte, cuánto lo abrace y le diga que todo está bien, cuánto le recuerde lo que hemos aprendido o creído aprender sobre el adiós. Su tristeza es inconsolable. Toda nuestra tristeza es inconsolable (ya había escrito en su momento Stig Dagerman eso de que “nuestra necesidad de consuelo es insaciable”), pero esta, en particular, está teñida con la pataleta del niño que me grita dentro lo injusto que le parece la pérdida, lo mucho que le cuesta mirar de frente ese dolor.
El árbol es parte de un soborno con el que intento convencerlo de consolarse. Le sumé un Nintendo, o mejor, le dije que el Niño Dios le había traído un Nintendo. Me miró incrédulo, supongo que sabe que el Niño Dios no existe como se supone que existía antes, pero creo que en parte de verdad quería el Nintendo y en parte reconoció mi esfuerzo y me echó una mano.
Así que aceptó el regalo del Niño Dios, y mira el árbol con las luces encendidas en la noche, y juega Xenoblade Chronicles 3 y Mario Kart con mi hermanito. Y durante un rato es el milagro, y cesa el llanto, y no duele tanto comprender lo incomprensible: porque hay una historia que le da sentido, porque hay un cuento en el que puedo sentarme con él (y aquí la ambigüedad es deliberada, me refiero tanto a sentarme con el niño que fui como con el primo que perdí) y jugar videojuegos y dejar que pasen las horas mientras la estrella anuncia la salvación del mundo.
Tengo un grupo de WhatsApp que creó Sandra para organizar una reunión de primos hace un par de años. Sandra es la prima de la que estuve tragado en la adolescencia, aunque creo que ella nunca se enteró. En ese grupo estaba también Julio, y Diego, su hermano, lo usó hace poco para compartir dos fotografías. En ambas hay un puñado de libros ubicados uno al lado del otro, con la portada hacia la cámara. “Los libros de mi hermano, por si alguien quiere alguno de recuerdo”. Hay tres libros de los récord Guinness, un par de libros de astronomía, un par de libros de gestión empresarial, un libro de inglés avanzado, y un libro de cuentos. Pido, venciendo el pudor, el libro de cuentos.
Es Ficciones de Jorge Luis Borges.
Lo primero que hice después de enterarme de la muerte de Julio fue buscar un poema de Borges en el computador. No, miento. Lo primero que hice fue llamar a mi hermano, escucharlo llorar por teléfono, intentar ser consuelo y calma para él. Luego llamé a mi mamá. Luego me senté con María en la sala. Luego vine al estudio, desbloqueé el computador, y busqué un poema de Borges. Son dos sonetos, aunque sea un solo poema. Se titula “Ajedrez” y concluye con ese terceto demoledor que dice: “Dios mueve al jugador y este la pieza / ¿Qué Dios detrás de Dios la trama empieza / de polvo y tiempo y sueño y agonía?”.
(Me encanta ese poema. El polisíndeton (el uso reiterado del conector “y”) del último verso es de una fertilidad exasperante. Lo he rumiado con paciencia de piedra muchas madrugadas, he sido polvo y tiempo y sueño y agonía. ¿Lo sintieron? Juguemos a la repetición. Digamos: somos polvo y tiempo y sueño y agonía. Y ahora: soy polvo y tiempo y sueño y agonía. ¿Lo sintieron? Bueno, cierro el paréntesis y continuo, pero siéntanse en libertad de permanecer aquí cuanto necesiten)
Por eso cuando Diego mostró los libros pedí Ficciones, y por eso cuando lo recibí, un par de días más tarde, volví a casa como cargando un faro, o las instrucciones para armar un faro, o la esperanza para soñar un faro. Los libros de segunda nos regalan la posibilidad de conversar con su anterior lector: confiaba en que alguna de las conversaciones que no tuve con Julio podrían ocurrir con la lectura. Temía tanto como deseaba esa conversación, y aplacé abrir el libro lo más que pude. Finalmente, ayer en la mañana, luego de pasar una noche de insomnio terrible, subí con él a la habitación y mientras María lavaba la terraza (su presencia cotidiana era un numen protector) dejé correr las páginas.
Nada. No hay subrayados, ni páginas dobladas, ni bordes húmedos. Me desilusioné. Una inspección más lenta me reveló dos puntos, a lápiz, en el índice. Uno en “Funes, el memorioso” y otro en “El fin”. No sé si era la manera que tenía mi primo de marcar cuáles cuentos ya había leído. No sé si era sencillamente una manera de marcar esos dos porque significaban algo especial para él. Descubrí las marcas, y me acosté a dormir con el libro al lado, dejándole a mis sueños la labor de pensar por mí en el enigma.
Recuerdo con precisión el argumento y la estética de Funes. Es uno de los relatos favoritos de Mario, y Mario es uno de mis mejores amigos, así que consigo traer a colación, incluso, detalles ligeros que si no fuera por el afecto habrían caído con mayor facilidad en el olvido. De “El fin”, por el contrario, no retengo mucho, excepto que es un ejercicio de hipertexto que tiene por protagonista a Martín Fierro. La siesta junto al libro no iluminó el enigma, así que al despertar entré en ese otro sueño que es la lectura. Leí el primer cuento, la maravilla de Tlön, y fue ahí donde comenzó a escribirse este ensayo.
Porque en Tlön comprendí que no necesitaba comprender para comprender. Necesitaba narrar. Porque lo real, con todo su peso y su alcance, es sólo un matiz en la serie amplia de ficciones con que sustentamos nuestras vidas, y que le dan belleza e infinito a nuestra condición de tránsito. Porque todo es trascendente e imaginario, independiente de quién sea la mente que imagina. Los objetos mágicos que surgen de Tlön para llegar al mundo, ¿no son acaso los juguetes y la topa que el Niño Dios volvía reales en el árbol de navidad de mi infancia?, ¿qué los diferencia del anillo que es sustancia del amor que hoy rodea mi anular izquierdo?
Comprendo lo vano de este consuelo, sé que luego volveré a empujar la roca por la montaña, y que la veré rodar para empujarla de nuevo, y es más que posible que sonría mientras lo hago. Por ahora, sin embargo, me ciño a esta verdad: que cuando el mundo es arduo y compacto y denso y afónico mejor me vale recordar que no es el mundo, sino el relato del mundo, y que en esa ficción somos personajes hasta que el desengaño nos permite ser narradores. Y narrar ficciones es una de las formas más puras del gozo que conozco, mientras lo hagamos con plena libertad y responsabilidad plena.
Eso es algo que me habría gustado decirle a Julio. Ahora no puedo. Excepto que sí puedo. Acabo de hacerlo, de hecho. ¿O de qué creías que iba todo esto? Del mismo modo puedo desear y confiar en que me será concedido, y pedirle al Niño Dios que a quienes hoy nos duele la muerte de mi primo encontremos consuelo. Y que su mamá, y su papá, y su hermano, puedan incluso encontrar esa otra ficción, milagrosa y cotidiana, que llamamos, a falta de un nombre mejor, felicidad.
Sé que es mucho pedir. Pero la estrella anuncia el nacimiento de lo eterno, y si eso es posible (y acabo de hacerlo posible al escribirlo), todo lo es. Esta es mi ficción, mi fe.
(24-12-2024)
Los ritmos y la herida
Nadie sabe nunca realmente qué hacer con la muerte. Han sido semanas extrañas, y creo que parte de la gracia de vivirlas está en reconocer su extrañeza. Se ha convertido en una muletilla cuando estoy con María. “Qué cosa tan rara”, le digo, y ya sabe que me refiero a la vida, al universo y a todo.
Hace poco leí un aforismo de Jorge Wagensberg que me gustó. Dice “La naturaleza es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?”. Quiero para mí el espíritu de su oración, adaptada su forma a lo que soy.
La vida es la respuesta, ¿cuál es la pregunta?
Gracias por leer. Hasta la próxima. ¡Alegría!
La verdad del Niño Dios, como cuando me quedaba despierto para verlo llegar y el sueño era más poderoso y al otro día, el balón que había pedido estaba ya en el arbolito... Grande Lucas!
Sí, Lucas. Que cosa tan rara!!!! Gracias por escribir y compartir, por ser!!!